Cines para plebes y fifís: cómo es el cine en el norte y sur de la ciudad

Por Fátima Herrera

Ilustración: Luis Cruces

Crecí con la idea de que para encajar en un ambiente de clase alta, tenía que mostrar mis mejores trapos. Mi mamá nos vestía con empeño para ir a la plaza, y eso que soy de clase media. Así: sin bajo, ni alto, media. A mis 23 años, jamás había entrado a un cine VIP y —según lo que algunos amigos— contaban era lo máximo. “Naaambre, te puedes acostar y pedir una sábana.” O “Ahí hay meseros y toda la cosa, no tienes que mover un solo dedo.”

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Hace como dos años abrieron una pequeña plaza en la avenida Circuito Colonias, frente al estadio de béisbol del Kukulkán. Me encontraba con mis papás y notamos algo muy curioso: Las entradas estaban a mitad de precio, las palomitas también, y aunque el cine es pequeño, está OK para una plaza así de pequeña. Le pregunté a mi papá por qué ahí estaba tan barato el cine, y él respondió que era por la zona. Eso era lo que la gente podía pagar.

Me dejó pensando en cuando vas a comprar un celular y te lo pintan de maravilla, pero como no te alcanza para ese, te dan algo parecido, y a menor precio.  Así que dadas las circunstancias decidí hacer una comparación entre un Cinepolis VIP en The Harbor, que se encuentra en el norte y entre Cinepolis de Plaza Kukulcán.

Las plazas, siempre me han disgustado. Son como las Mean Girls de una ciudad, y en Mérida las estelares serían La Isla, The Harbor, Altabrisa y Up Town. Las demás ya son del pasado. A menudo comparan a la Plaza Dorada, por ejemplo, con lo antiguo o nostálgico. Las marcas más cool, no quieren estar ahí.

Cine de fifís

En internet dice que The Harbor es “un lifestyle mall de lujo, ubicado dentro del gran desarrollo de usos mixtos Vía Montejo y que cuenta con una construcción de 72 mil metros cuadrados y una inversión de 1,400 millones de pesos”.

Eso fue lo que leí antes de ir, quería saber a lo que me enfrentaría. Desde que leí “mall de lujo”, sabía que la cosa se pondría interesante. Eran las 7:30pm terminaba de trabajar, y como me encontraba en el centro, me dirigí a mi búsqueda del paradero para llegar a The Harbor.

Obviamente está en el norte, porque Mérida “Elitista” Blanca, así que tenía que ir en camión, para llegar. Creí que sería cosa fácil: preguntar, caminar, subirme y llegar. Pero no, le pregunté a tres supervisores de camiones: el primero me dirigió al paradero, y los otros dos me  dijeron que desconocían la ruta y la plaza. Fue muy difícil llegar en transporte público, me perdí y tuve que recurrir a un Uber.

Supe que estaba por llegar a la plaza porque las calles empezaron a cambiar y como iba en auto, bajamos al estacionamiento, que se asemeja un poco al de Gran Plaza. Al entrar no pude evitar pensar: ¡Qué elegancia la de Francia!, la decoración es bellísima. Dudé por un momento si estaba en Mérida o en algún episodio de una serie, porque los pasillos de la plaza simulaban ser calles, la decoración era minimalista, muy bonita, de hecho. Los elevadores iluminados, fuentes abstractas, y algo en particular que llamó mi atención, fue una isla con Macarons,un postre francés fifí, nunca había visto una tienda solo de eso.

La plaza cuenta con tiendas para las cuales —antes de que se inaugurara la plaza—los yucatecos tenían que viajar a Cancún o playa del Carmen. Sephora (una tienda de maquillaje) o Forever 21 (tienda de ropa), son tiendas que nunca había visto, aunque también había otras conocidas como Liverpool y C&A.

La idea era que fuera sola, pero como me habían dicho que los asientos eran para dos personas, decidí ir acompañada. Mientras esperaba a mi amigo, llegué al cine.  La entrada era pequeña, casi del mismo tamaño que la del sur, pero aquí había de todo, literalmente. Estaba la cafetería, la dulcería, la taquilla, otra taquilla para pagar con tarjeta (una pantalla) y el puesto de palomitas. Las sillas tenían forma de pirinola y uno podía sentarse y dar vueltas.

Mientras observaba con detalle, los empleados del lugar me miraban de una forma muy extraña, ¿qué acaso nadie le había prestado tanta atención? O quizás pensaban que jamás había visto un cine con esas instalaciones, nunca lo sabré. Puse todo de mí para no intimidarme, pero cedí. Es tan fácil hacerse pequeño en un mundo en el que no estás acostumbrado a estar.

Al llegar mi acompañante, pasamos al VIP, que se encuentra al fondo para comprar nuestros boletos. Habían muy pocas películas interesantes en cartelera. La más interesante era Glass, y ya venía con subtítulos, no había opción de verla doblada. Al momento de pagar yo pregunté cuánto costaba cada boleto y el empleado me miró extrañado y yo pensé, ¿es algo que debería saber? O ¿la gente paga sin preguntar?  El boleto tenía un costo de $123 pesos y mi presupuesto total era de $200 pesos.

Esperamos para entrar y por nuestra inexperiencia, compramos fuera de la sala VIP, (realmente tenía un poco de miedo a que los precios excedieran mi presupuesto, y que nos cobraran la propina del mesero). El menú también es bastante amplio, con todo tipo de combos que iban con helado, hot dogs, nachos. Hasta en el sabor de las palomitas tenían variedad, incluso hay una opción para los chavitos llamado Kids. Algo que llamó mi atención del menú, fue un bote con mini salchichas, completamente nuevo para mí, ¿neta vivo en la misma ciudad o por qué nunca he visto esto en otros cines? De verdad que solo los privilegiados del norte tienen estos lujos.

Compré solo unas palomitas grandes que me costaron $60.00 pesos, y con mi presupuesto de $77.00 pesos ya solo me quedaban $17.00 pesos, ni pal refresco me alcanzó, pero para mi suerte, traía una botella de agua conmigo.  Al dar la hora de la función, entré y ¿un bar?. Las botellas me lo confirmaron y entendí el concepto: Podías pedir cualquier tipo de bebida alcohólica mientras esperabas la película, y pedir en la otra barra donde estaban las palomitas y la cocina.

En las pantallas de la dulcería, anunciaban los combos, pero ahí no acababa todo, tenían combos con cervezas, y alitas, yakimeshi, sushi, Boneless, costillitas BBQ, el sabor de las palomitas era aún más amplio, del que yo había visto en otros cines. Qué bueno que compre afuera, pensé. La sala de espera era como un privado y realmente habían muy pocas personas que se sorprendieron cuando entramos con nuestra comida. Las miradas  de nuevo estaban sobre nosotros, pero esta vez decidí ignorarlo, ya estaba cansada de hacerme pequeña.

A lo lejos pude ver una cocina, y un menú sobre la mesa, la tomé y cual bar, había una extensa variedad de alcoholes, pude observar cómo una pareja tomaba un tarro mediano de alguna de las bebidas.

Hasta ahora todo esto me ha hecho pensar que para la gente que frecuenta estos lugares da por sentada la decoración, están tan acostumbrados a este tipo de lujos, que apreciarlo, ya no es nuevo. El simple hecho de que tuviera un nombre lujoso, y asentado en la zona norte, tiene aceptación automática.

Entramos y habían tres parejas más adentro y cuando nos vieron con la  charola, la gente nos observaba extrañada de nuevo (no, no estoy siendo paranoica, es real, chiavos). Nos miraban cómo preguntando ¿por qué traes tu comida agarrada? Hacer las cosas por su cuenta, me parece que no está en sus planes, nunca.

La sala era como me la describieron, especialmente para ir acompañada, porque son dos sillones pegados, con dos lámparas a los extremos de  los sillones, con dos menús de los combos más detallados. Los precios estaban igual que afuera en cuanto a las palomitas, pero la comida era cara.

Me puse a curiosear mi asiento y tenía unos botones que no entendía muy bien para qué servían y empecé a experimentar: el asiento se acostaba y volvía a su forma, me quedé acostada porque era lo más cómodo, de los demás botones no estaba segura así que no los toqué. La pareja de mi lado izquierdo apretó el botón que se encontraba justo en medio de los dos asientos, segundos después llegó el mesero, vestido de pantalón negro, zapatos de vestir y camisa blanca. Como arma de trabajo traía una tableta donde el menú ya estaba predeterminado, la hoja y el papel para ellos, ya es cosa del pasado.

La película estuvo bien, pero en el transcurso de la película, el sillón empezó a tornarse incómodo, empezaba a extrañar mi sillón convencional. En cuanto al servicio de meseros, es rápido, pero estorboso, porque pasan con charolas e irrumpe la vista a la pantalla.

Así culminé mi aventura en The Harbor Mall Fifí.

Cine para plebes

A los tres días fui a Plaza Kukulcán y de nuevo busqué en internet para ver su descripción y baia baia con lo que me encontré en una página donde los usuarios opinan.Tristemente, mis intenciones de esta “investigación” empezaron a tener sentido, la gente hablaba del bajo costo de las salas y de que estaba bien porque como dijo mi papá era lo que la gente de clase media, o sea nosotros, podía pagar, y es verdad. Una familia puede ir tranquilamente a Plaza Kukulcán hasta dos veces por semana y está bien, pero es duro el pensar en la diferencia en el servicio como si las personas importaran más que otras.

Para transportarme a Plaza Kukulcán no tuve que ir al centro, solo crucé a la esquina de mi casa para poder tomar el camión que me dejaría a unas esquinas de ahí. El cine no era nuevo para mí, ya había venido muchas veces, así  que podríamos decir que me sentía como en casa. Antes, la taquilla estaba en el mismo lugar que la dulcería, ahora ya le asignaron un cubículo. La dulcería tiene lo básico, no hay nada ostentoso o extraño, ya hay palomitas sabor cheddar, antes solo había acarameladas y naturales. Llevé de nuevo $200 pesos y no fui acompañada. El boleto me costó $42 pesos, $81 pesos menos que el VIP, las palomitas grandes me costaron $50.00, $10.00 pesos menos de lo que costaban de The Harbor, así que esta vez, me alcanzó perfectamente para comprarme un refresco y me sobraban $78.00 pesos, eso daba un total de $61.00 pesos de diferencia entre mis $17.00 pesos sobrantes en Harbor.

Es común ver que en otros cine tengas para escoger si quieres verla subtitulada o doblada, pero resulta que aquí no es así. Al igual que en The Harbor no había opciones de verla o no subtitulada: aquí todas vienen dobladas al español. Así que elegí Glass de nuevo. La sala es más pequeña que una normal, fue una experiencia como cualquier otra, fue bueno para lo poco que invertí, pero ¿y si quiero verla subtitulada? ¿por qué no existe esa opción? Incluso llegué a pensar que lo hicieron por las personas que no saben leer, pero es que no hay ni opciones, es como si dieran por sentado el perfil de personas que viven en el norte y en el sur.

Estas son solo dos extremidades de las muchas que tiene nuestra Mérida “Elitista” Ciudad Blanca, donde el consumismo fomenta considerablemente la discriminación, donde la plaga de plazas se expande lentamente en cualquier rincón de la zona norte, y rezaga a los de abajo, los que trabajan y atienden esas mismas plazas. Algo tan simple como el cine tiene status social, como si nuestra ropa, colonia y color de piel, definiera nuestra identidad. He vivido por años con la idea de que la barrera que divide el norte y el sur, y es enorme. Vivo en el medio de todo, el tono medio de mi color de piel, la posibilidad media de poder pagarme una ida al cine en el norte, usar ropa medianamente de marca, anhelando el día en el que podamos romper las medias, las bajas y las altas.

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