Por Yobaín Vázquez Bailón
Ilustración de Elo Draws
Tan pronto los celulares se popularizaron entre la gente, sirvieron para preservar momentos cotidianos que, de otro modo, solo se conservarían en la memoria oral. Los celulares vinieron a ser una herramienta para producir información y entretenimiento visual, y ante toda esa avalancha de videos surgió Yadira para regocijo popular, inmortalizada por una pelea escolar en el que los dimes y diretes estaba sazonados con un fuerte acento yucateco.
Acostumbrados a la violencia entre compañeros —todavía en ese entonces no se había nombrado al bulling como un mal a erradicar— reímos ante ese momento captado en baja resolución, pero con hondas proporciones para la eternidad. Se ignoró, pues, que en ese lenguaje coloquial hubiera síntomas de pensamiento complejo que comunicaban ideas más allá de los mensajes concretos expresados con la urgencia de la furia. Yadira y su contrincante mantuvieron una lucha física, golpe a golpe forjaron su fama; pero a la vez, lo de ellas era un combate filosófico.
Abre el video con un alegato de la que pronto va a ser atacada. Esto nos dice de su intención de diálogo, quizá no para la resolución armónica del conflicto, sino para esclarecer las causas de la gresca. La humanidad necesita verbalizar los motivos que nos lanzan a la lucha: “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquileo”, inicia así la Ilíada, como quien dice, cuéntanos primero a qué se debe que miles de hombres se hayan arrojado a una guerra.
Lo mismo aquí, se pretende dar un orden a la violencia, en aras de preparar el terreno ideológico en el que se va a batallar: la chica intentará posicionarse como la víctima antes que la victimaria. Quiere que los escuchas la oigan, su clamor no va dirigido a Yadira, porque es claro que quiere que el público tome partido y decidan a su favor:
—Tú primero me insultaste —advierte, porque sabe que la palabra es la única redentora y si ella sitúa a su enemiga como la primera en vocalizar el insulto, tendrá una ventaja en los azares de la historia —Yo nada te he hecho. Yo nunca te he insultado. Tu primero me empujaste.
Nótese que abre y cierra su discurso con un “tú”, y en medio de ellos dos “yo”. Revela su condición de encierro como protección. Su lengua le permite crear estas frases que son, per se, la primera arma contra los golpes.
En el proceso civilizatorio, quien era capaz de un manejo agudo de la lengua, se convertía en jefe absoluto ya no solo de un grupo o tribu, sino de la realidad construida con el idioma. “Tú primero me insultaste”, con esto crea y da forma al conflicto nacido del escarnio. “Yo nada” y “yo nunca” tratan de alejarse de aquello. En nosotros ya quedó esa imagen de Yadira como instigadora: ella fue la primera en insultar y en empujar.
Pero Yadira no está conforme con esa realidad impuesta, y en su espíritu habita la duda cartesiana, la que solo puede inspirar preguntas que pongan en tela de juicio aquellos presupuestos que establecen el status quo, y pregona:
—¿Estás segura?
Dos palabras que dan un revés a la construcción discursiva de la contrincante. Yadira pudo haber dicho: no es cierto, eres una mentirosa o cualquier otra cosa absoluta que la desestimara en un clásico: “mi palabra contra la tuya”. Eligió, empero, que la propia enemiga se cuestionara esa seguridad con la que le dijo que ella primero había insultado y empujado. Y es tan duro este golpe mayéutico, que a la otra no le queda más que repetir:
—Tú primero me insultaste.
De nuevo, el proceso civilizatorio haciendo de las suyas. No es la verdad lo que ha fundado sociedades y naciones, sino la repetición de una frase o un lema, lo que a la larga fomenta nacionalismos que busca lealtades irrestrictas. Es cuando Yadira aclara:
—No, yo solo te empujé. Tú me insultaste.
Admite el contacto físico, a riesgo de darle principios de culpabilidad a su rival; pero lo hace porque la gravedad de aquel embrollo no está en el empuje, sino en el insulto. Es la verbalidad soez lo que mueve las pasiones iracundas de los humanos, antes que los golpes, y esta es la prueba.
A partir de entonces veremos un giro en esta disputa verbal. Ya han puesto sobre la mesa las condiciones previas al conflicto, ahora es cuando las argumentaciones escalan en resonancia, pues allí se está jugando la representación del mundo vivido, al puro estilo husserliano: en el que Yadira es culpable y la otra inocente, o viceversa. Es un choque dialéctico lo que vamos a presenciar, pues ante el relato de Yadira (solo te empujé), la contrincante enuncia por primera vez:
—Insulté, pero no dije nombres, Yadira… No dije nombres.
El valor esencial de un ser humano parece constituirse, históricamente, en la correspondencia de un nombre único. Variadas culturas ancestrales se guardaban el derecho de mencionar el apelativo de las personas, y daban una especie de sobrenombre para el uso cotidiano y público. Este es el tabú que manifiesta la contrincante, su insulto no es para nadie en tanto no lo dirige a un nombre específico, en este caso, el de Yadira.
Cuando ella repite dos veces no haber dicho nombres, Yadira responde:
—Claro que sí.
Es la única certeza que tiene en el mundo, esa sencillez de respuesta se debe a un presupuesto que supera el tabú de mencionar los nombres: la universalidad del insulto —sea cual sea— permite que cualquiera sea receptor y no es precisa la mención de un nombre. La contrincante no se conforma con especulaciones metafísicas, su instinto se inclina a la comprobación de los enunciados, es cuando dice:
—A ver, quién te dijo… Dime, dime… Quién te dijo, a ver dime, quién te dijo que yo te dije tu nombre. A ver, dímelo, y se lo vamos a reclamar.
No hay resolución posible ante dos posicionamientos tan discordantes. Lo que no sabe la contrincante, ni nosotros a esta altura del video, es que Yadira tiene un as bajo la manga. Ante el cuestionamiento de quién le dijo que ella dijo su nombre, responde introduciendo a una tercera persona:
—Marcia.
Y este elemento sorpresa detona que las declaraciones anteriores cobren un significado nuevo. Marcia se introduce en escena y dice un par de cosas en estado evidentemente alterado. Pero algo de verdad habrá dicho, pues la contrincante admite:
—Yo insulté, pero no dije su nombre. Porque siempre cuando me empujan, insulto; pero yo no insulto al que me empuja.
Yadira justifica sus acciones, ya que es imposible un cambio en su discurso, a riesgo de quedar como embustera:
—Tú también te lo buscaste porque me insultaste en el albergue.
Y la otra retoma el punto inicial:
—Antes ya me habías empujado a mí.
Esto es ya francamente el eterno retorno que ni siquiera Nietzche pudo prever. Es el continuum de acusaciones ya mencionadas, pensamiento reciclado que solo adquiere otros matices o detalles aparentemente inocuos. El albergue, por ejemplo, ahora sabemos la espacialidad donde provino la querella. El lugar donde supuestamente los individuos buscan salvaguarda física, ha sido quebrantado en sus principios éticos al darse un empujón y sobreviniendo un insulto.
Quizá digan más acusaciones repetidas, el video se torna inaudible, lo que viene a refrendar el caos, hasta que la rival, cansada ya de tanta cháchara sin llegar a una resolución, se planta para exigir:
—¿Sabes una cosa? No me vuelvas a insultar, oye bien tú, ¿lo oíste?
Ya no importa quién insultó primero o quién empujó a quién. Ella está marcando los límites de su dignidad; es decir, desterritorializa los intentos —hasta ahora efectivos— de amedrentamiento, desterritorializa esa dominación tan parecida al colonialismo con el simple hecho de pedirlo. Es un quiebre de todo lo que han discutido hasta ese momento.
Pero no bien ella le dice si la ha escuchado (reclamo ampliamente extendido entre los marginados, que su palabra valga y sea escuchada), Yadira se tambalea, pues admitir que ha escuchado la petición es casi una derrota. Tendrá que anteponer la razón al orgullo y pregunta:
—¿Qué me vas a hacer?
La contrincante sabe que la desterritorialización no solo requiere de acciones concretas, como bien le pide Yadira, sino morales. En ella caben todos los dispositivos de agenciamiento para derribarla físicamente, pero opta por el lenguaje como herramienta contestataria:
—Yo nada te tengo hecho para que me vengas a insultar acá.
No se escucha cuál es la respuesta de Yadira, más es lógico imaginar que de su boca provino un “weputa”. Al fin, después de mucho discurrir sobre quién insultó primero, se verbaliza un insulto con todas las de la ley, dicho ni más ni menos que por la quejosa, la que se sintió originalmente insultada y por eso buscó la afrenta. Es aquí cuando surge la frase icónica de la contrincante, por la que será conocida en la posteridad:
—Weputa también.
La tensión ya es insostenible. Pero a favor de la rival podemos decir que, nuevamente, no dijo nombres: insultó pero no dijo nombres.
Yadira no puede quedarse cruzada de brazos y todavía se da una oportunidad de mostrar su poderío:
—A ver, dímelo otra vez.
El reto solo puede ser respondido tal como lo haría Kierkegaard, con un salto de fe, en el que se probará si Yadira está blofeando o si su amenaza es real.
—Weputa.
Apenas lo dice, Yadira alza el brazo. Esto lleva a que la rival ahora lance el reto:
—Hazlo —aduciendo a que se deje de fintas y la golpee.
El salto de fe ya se ha dado. Se dijo el insulto y en definitiva, empiezan los catorrazos. Estas dos chicas, que no alcanzaron a enterarse de los planteamientos feministas y de sororidad, se tiran al suelo y se jalonean de los cabellos. Hay gritos y risas, algunos comentarios, pero nadie intenta separarlas. Yadira parece perder en los primeros segundos, pero luego dan una voltereta y cambian de posiciones. Yadira tiene a su enemiga neutralizada, pero entonces volvemos a oír a esa rival, que desde la derrota nos da ejemplo de una tozudez de espíritu:
—Tú lo empezaste a hacer. Reconoce tu problema.
Todas las naciones aplastadas por el imperialismo, todas las mujeres oprimidas por el heteropatriarcado, todos los ciudadanos reprimidos por los dictadores han clamado desde el suelo de su desventaja, a los responsables de su dolor: reconoce tu problema. Es el primer y último recurso para entablar un reconocimiento de derechos negados.
¿De dónde proviene esto? Sócrates exhortaba: “conócete a ti mismo”, hacer un examen de consciencia, pero la contrincante parece influida por San Agustín, quiere darle un uso más didáctico a ese examen de conciencia, y como el santo de Hipona, requiere que reconozca su problema y confiese que ella lo empezó a hacer.
Yadira no piensa renunciar a sus privilegios de victoriosa. No le importa ya el intercambio de argumentos, ha caído en el endurecimiento de un sistema de pensamiento revestido de fascismo y pregunta:
—¿Yo lo empecé o tú lo empezaste?
La rival no piensa sumergirse en otro debate tan inútil como, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Ya que el neoplatonismo no le ha servido, dobla la apuesta:
—Suéltame, ¿me vas a soltar? Te mato, dale.
Sartré fue quien dijo: “nunca se es más libre que cuando se está privado de la libertad”, la existencia de la contrincante es la de quien no tiene nada qué perder en su incapacidad de movimiento. Pero en esa desventaja es más libre en tanto reconoce que tiene la capacidad de darle muerte a Yadira, si tan solo estuvieran en igualdad de condiciones. Y en esta apelación simbólica, del soltar para matar, es que surte efecto en el proceder de Yadira, pues la suelta y apropiándose de la amenaza de muerte de su rival, le dice con su intrépido lenguaje:
—No te mato porque no quiero. Si no, te mato ahorita.
Es la tecnología del yo que la detiene. Como bien demostró Foucault, toda sociedad crea dispositivos y discursos tendientes a la morigeración del individuo. Se disciplina el yo para que no incurran en ultrajes ni salvajadas, aún cuando esto implique represiones.
En Yadira cobra sentido, porque se sabe comprometida con ese odio que la llevaría, en otras circunstancias, a privar de la vida a esa enemiga. Se sabe asesina y dueña de la vida de alguien que su único delito fue insultarla en un albergue. Lo interesante es que la enemiga, recuperándose del trauma y plena de raciocinio, todavía advierte:
—Si te vuelves a meter conmigo…
No hay punto de comparación con este descaro. ¿Qué otra cosa pudo hacer? Es un acto performativo de mostrarse recia, que nadie la vea débil o asustada. La contrincante persiste en amenazar, es su única sobrevivencia. Su ser está comprometido con ese personaje, el que habrá de quedar como una impronta del mundo digital. La contestación de Yadira, y con eso cierra el video, es la actitud de este siglo capaz de emitir un último desafío a lo incierto. El devenir de la humanidad pende de este cuestionamiento altanero:
—¿Qué me vas a hacer?