El santo del crack y todas las tragedias de Ricardo Guerra de la Peña

Por Katia Rejón 

Pensé mucho en qué decir sobre el libro Un santo del crack de Ricardo Guerra de la Peña porque mientras lo leía recordaba cosas. De él, de su personalidad, de las pláticas que tuvimos cuando estaba escribiendo «Un huach en Xmatkuil» y «Un poser en el estreno de Avengers». Así que en vez de fingir que este no es el libro de uno de mis mejores amigos, seré honesta y les hablaré de Ricardo y de por qué este libro es muy diferente a las crónicas que al menos yo estaba acostumbrada a leer antes de conocerle.

 

Conocí a Ricardo Guerra de la Peña en el 2016, en una reunión que escritores de la generación de los noventa tuvimos en mi casa. Mi novio y yo hicimos limonada para todes y Ricardo fue la única persona que al salir nos dio las gracias y elogió la limonada hecha con un sobre en polvo Zuko. En ese entonces nadie de nosotros lo conocía y lo invitamos porque acababa de ganar un concurso de cuentos. 

Para romper el hielo hicimos un juego tonto y mamador en el que cada quien tenía que hacer una pregunta y, a manera de oráculo, abríamos un libro y leíamos la primera frase de la página como respuesta. La pregunta que hizo Ricardo ante un montón de desconocidos fue: “¿Qué hago aquí?”. Ahí decidí que íbamos a ser amigues para siempre. 

Ricardo es una persona que suele estar atento a no meter la pata en público, en terapia le llaman hipervigilancia a vivir en un estado de alerta aumentado. Suele ser muy cortés y tomarse las cosas muy en serio. Pero leerlo es una experiencia distinta. Como voz narradora es más desgarbado, se burla de sí mismo sin ser cansón, tiene el criterio que le falta en la vida fuera de la literatura y se sabe reír de la tragedia. El horror en sus textos tiene un tono irónico que hace que las cosas parezcan más desnudas, sin secretos ni adornos.

En la primera crónica, Las corbatas de papá, escribe:

Cuando mi abuelo falleció en casa, mamá me pidió que hiciera algo para cerrarle la boca antes de que llegaran más familiares. No titubeé al tomar una corbata azul cielo para amarrarle la quijada a la cabeza, aprovechando que su cadáver aún no estaba rígido. Al verlo, una de mis tías preguntó aterrada ¿Qué le hicieron? ¿Por qué tiene un moñito en la cabeza como si fuera un regalo?

Leyendo este libro, más de una vez me he sentido culpable de reírme con la tragedia. Mucho más culpable de reírme con la tragedia de un amigo cercano. Pero le sale muy bien mirar finamente las cosas absurdas, hurgar los diálogos y recoger las piezas que parecen ficción dentro de la realidad. 

La hipervigilancia también te hace una persona observadora y emocional, y en este libro hay mucha memoria emocional. Hay escenas de su infancia que no aparecen brumosas ni titubeantes como suelen ser los recuerdos de esa época sino que tienen olor y sensaciones muy vívidas como cuando escribe:

En el camino a la escuela mamá cantaba con tanta rabia las canciones de Yuridia que temía que enloqueciera y se estrellara de frente con otro auto.

La crónica ha estado cooptada por el periodismo y sus vicios masculinos —el dato duro sobre la emoción, la estructura sobre el testimonio— que suelen hacer los temas pesados, serios y políticos. Algo que no está mal en sí mismo, pero resulta repetitivo y menos accesible. La propuesta de Ricardo se inserta mucho mejor en esta nueva ola fresca de narrativas de no ficción en la que se empiezan a valorar cosas —como el testimonio y la emoción— que habían sido miradas con desaire por muchos años. 

No sé si lo habrá hecho de forma consciente o no, pero en El santo del crack está muy presente la perspectiva neurodivergente. Pienso en ese meme del Dr. Strange que dice: “He visto 14 millones de futuros” y alguien le responde “Es que tienes ansiedad”. Para las personas que tenemos ansiedad esos 14 millones de futuros son tan reales como lo puede ser un hecho mismo. Ricardo le da un lugar dentro de la realidad a la suposición, a planteamientos hipotéticos, a los hubiera, a los deseos no cumplidos, incluso a esta necesidad de controlar los hechos como sucede en la crónica de Un poser en el estreno de Avengers cuando dice una y otra vez que va a hacer cosas para que la crónica sea interesante. 

Todo eso hace que integre un plano más de realidad en las historias y les dé este sentido de hipérbole que a muchos cronistas les cuesta tanto trabajo lograr (y se les nota que les cuesta). 

En una crónica que describe algo que le pasó de niño dice:

Grité con espanto teatral que Godzilla estaba destruyendo un rascacielos al señalar a un mesero colgado de una palmera bajando cocos.

Y me hizo pensar mucho en que este libro no se está construyendo desde hace un año o desde el 2016, sino desde mucho muy atrás, y las cosas que se han quedado de la interpretación, el juego y la imaginación del Ricardo que fue un niño y que ahí encontró sus recursos más valiosos para escribir.  

No hay que olvidar que lo primero que el autor escribió fueron cuentos, y eso le da una experiencia narrativa para ser tan concreto y convincente con las ficciones de los escenarios paranoicos que resultan tan realistas y mostrar que lo son, para muchas personas neurodivergentes lo son. 

En Debí recomendarte a Styron en vez de amenazar con orinar tu tumba, un poema de amor a un amigo que se suicidó, hay toda una reconstrucción de los hechos, una revisión de lo que se hizo mal en el pasado como si aún se pudiera corregir, cosas que también suelen suceder en momentos de luto. Esta pieza es un contraste muy hermoso en medio del libro, es un tono que al menos yo no le conocía. 

Quienes hemos leído antes a Ricardo sabemos que su voz tiene influencias del realismo sucio (así catalogaba a sus primeros cuentos) y que en la crónica ha adoptado recursos muy parecidos, dentro de lo que se conoce como periodismo gonzo, dos géneros en los cuales coinciden la subjetividad y la crudeza.

Y creo que Ricardo no tiene una mente tan maquiavélica ni estratégica para planear el tratamiento de sus crónicas involucrando la perspectiva neurodivergente o con la intención de renovar el género. Me atrevo a decir que le sale así porque su escritura siempre es muy honesta. Además, está acostumbrado a que le pasen las cosas más raras del mundo y que cuando pasan por su mirada y su narración se vuelvan aún más especiales. 

La crónica que le da nombre al libro, El santo del crack, es una historia casi mágica que, además de estar bien contada, tiene descubrimientos humanos muy fuertes. La recreación de los personajes y los diálogos hace que en algún punto creas que estás leyendo un cuento. Pero no. Sucedió, hay fotos que comprueban el momento en que Ricardo vuelve a ver a El Quijote. 

La vida de Ricardo es así, un tanto onírica. Es el amigo que siempre tiene experiencias raras, un poco porque las atrae, un poco porque las busca y otro poco porque su manera de contarlas es así: como si te estuviera contando que lo abdujeron los OVNIs. (Si un día escribe sobre una abducción, yo le voy a creer).

Muchas de las crónicas que aparecen en El santo del crack las leímos en bruto y las comentamos en un taller que nació precisamente de esa primera reunión en mi casa. Y Ricardo no ha dejado de decirme estos últimos días que por mí conoció la crónica y sobre eso quiero más bien pedir una disculpa. Porque cuando llevó su crónica de El Santo del crack al taller que teníamos hace ya varios años, yo le di el pésimo consejo de meterle datos duros y qué bueno que no me hizo caso, porque lo que logró con esa crónica y con este libro entero fue mucho mejor. Y eso, como muchas otras cosas en la vida, no se puede explicar con números, solo con el testimonio.

*Una versión de este texto se leyó en la presentación del libro Un santo del crack de Ricardo Guerra de la Peña, en noviembre de 2022, en Mérida Yucatán.
*Puedes adquirir el libro en la tienda en línea de la editorial Los libros del perro y sus puntos de venta. 

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