El mundo en el que vivo: La perspectiva de Helen Keller

Por Matilda Sorel

En el 2016 viví en un poblado de Yucatán. Conocí a muchas personas entre las que destaco, y recuerdo con cariño, a un par de chicas: Citlalli y Cindy. Ambas perdieron el sentido de la audición desde muy pequeñas. Ellas me enseñaron algunas expresiones básicas del Lenguaje de Señas con la intención de que yo pudiera comunicarme mejor con ambas. Por esta acción mía se mostraban entusiasmadas ya que las personas a su alrededor preferían ignorarlas antes que intentar comunicarse con ellas. Y es que es compleja, aunque magnífica, la forma en que perciben el mundo.

En esta fotografía blanco y negro, aparece la joven Helen Keller. Está de perfil, oliendo el aroma de una rosa que parece ser blanca. Su cabello está recogido en un chongo que cae en la nuca y una blusa blanca con las mangas holgadas y un moño en el cuello. Las tres rosas están en un jarrón de vidrio. Ella toma una y la acerca a su nariz. Sonríe.

 

Este recuerdo me trajo a la mente la lectura de El mundo en el que vivo (1908), escrito por Helen Keller. Son 15 capítulos que explican cómo su mundo se compara con el de muchos en la vida cotidiana: hablar, leer, escribir.

El libro está compuesto por ensayos escritos para la publicación Century Magazine, estos artículos están agrupados en diferentes temáticas: “Una charla sobre la mano”, “Juicio y sentimiento” y “Mis sueños”. Helen Keller se quedó ciega y sorda desde muy pequeña por lo que recoge en estos escritos, como mencioné antes, su propia forma de percibir el mundo. 

Helen se revela antes sus editores y críticos, quienes la discriminan por su condición. Es conocida por ser un ícono de superación y optimismo pero ella misma opina que tiene mucho más que aportar al mundo que el hecho de sólo explicar cómo percibe las cosas, situaciones y personas que le rodean.

Los críticos se complacen en decirnos lo que no podemos hacer. Asumen que la ceguera y la sordera nos separan completamente de las cosas que disfrutan la vista y el oído, y por eso afirman que no tenemos ningún derecho moral a hablar de la belleza, los cielos, las montañas, el canto de los pájaros y los colores. Declaran que las mismas sensaciones que tenemos del sentido del tacto son “indirectas”, ¡como si nuestros amigos sintieran el sol por nosotros! Niegan a priori lo que ellos no vieron y yo sentí. Algunos escépticos valientes han llegado incluso a negar mi existencia. Por tanto, para saber que existo, recurro al método de Descartes: “Pienso, luego existo”, así estoy metafísicamente establecida, y arrojo sobre los que dudan la carga de probar mi no existencia. Cuando consideramos lo poco que se ha descubierto sobre la mente, ¿no es sorprendente que alguien presuma de definir lo que puede saber o no puede saber? Admito que hay innumerables maravillas en el universo visible que yo no adivino. Asimismo, oh crítico confiado, hay millones de sensaciones percibidas por mí con las que no sueñas.

Puede que no sea capaz de tocar el mundo en su totalidad pero escribió un libro puro y reflexivo y su deseo de que otros entiendan su manera de percibir se muestra en su paciencia y la cálida narración en todo momento. El libro contiene un montón de ideas interesantes, hay muchos pasajes para destacar y citar, por eso me sorprende que sea de sus lecturas menos conocidas.

En el capítulo de sus sueños, titulado El mundo onírico, describe cuáles son algunos de los más recurrentes, desconcertantes o sobrecogedores. Estaba expectante por saber qué tipo de sueños relataría: La sensación de caer, querer sostener algo con tu mano y no alcanzarlo, hablar sin usar las manos y entender lo que dice la otra persona; resultaron tan comunes que incluso en algunos me he sentido identificada.

Si bien la mayoría de estos escritos se enfocan en los roles específicos y la importancia de los cinco sentidos, al mismo tiempo nos enseñan cómo abrir una nueva perspectiva de la vida al conectarnos con las personas que tienen una forma distinta a la nuestra para comunicarse.

Helen Keller nació en Alabama, Estados Unidos de América, en 1880. Por una grave enfermedad, antes de los dos años de edad, perdió la vista y el oído, lo que le impidió también aprender a hablar. La pequeña se convirtió en una niña intratable y rebelde, hasta que a los seis años, sus padres contrataron una institutriz irlandesa, Anne Sullivan, quien le enseñó a leer a través de sus manos y, por el tacto, también a hablar. Gracias a ella su vida dio un giro total.

Además de sus textos autobiográficos tiene una amplia producción literaria orientada en su ideología. Helen se convirtió en una activista y filántropa destacada; recaudó dinero para la Fundación Americana para Ciegos y promovió el voto femenino, los derechos de los trabajadores, el socialismo y otras causas relacionadas con la izquierda, además de ser una figura activa de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles tras cofundarla en 1920. Falleció el 1 de junio de 1968 a la edad de 87 años en Connecticut, Estados Unidos.

La única oscuridad sin luz es la noche de la ignorancia y la insensibilidad. Nos diferenciamos unos de otros, ciegos y videntes, no por nuestros sentidos, sino por el uso que hacemos de ellos, en la imaginación y la valentía con que buscamos la sabiduría más allá de nuestro alcance.

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