Lectores radicales, bibliotecas subversivas

Por Yobaín Vázquez Bailón

Diez años después de iniciada la independencia de México, José Joaquín Fernández de Lizardi, escritor del Periquillo Sarniento, tuvo la idea de crear un servicio de préstamo de libros y periódicos. De este modo, el 23 de julio de 1820 fundó la Sociedad Pública de Lectura, institución considerada como la primera biblioteca pública en el país. Su lema era claro: “ser útiles a nuestros semejantes, prefiriendo el bien público al privado”. Por un breve tiempo, el proyecto de Lizardi haría accesible la información y conocimiento de su época a una mayoría sin suficientes recursos para comprar los textos que circulaban, hasta ese entonces, entre un puñado de ilustrados.

Es difícil pensar que la fundación de una biblioteca representa un acto subversivo, pero en 1820 constituyó un hito —ahora olvidado— de la historia nacional. La Sociedad Pública de Lectura no sólo contravenía a la lógica generalizada de resguardar y proteger el conocimiento de la chusma, sino que ofrecía además una independencia complementaria a la del yugo colonial: una independencia ilustrada que tanto haría falta en la clase baja, que muy poco sabía lo que pasaba en el mundo o en otras partes del recién formado territorio mexicano.

Una biblioteca pública es subversiva porque sus fundamentos ideológicos, tal como deja patente el proyecto de Lizardi, son subversivos. Una biblioteca también emana subversión en sus usuarios y bibliotecarios. La investigadora y crítica del neoliberalismo, Naomi Klein, ha explorado esta característica de las bibliotecas en una conferencia llamada «Ser bibliotecario, una profesión radical». Sus argumentos están centrados en lo mismo que Lizaldi manifestaba con su Sociedad: la preferencia y defensa de lo público.

La preocupación de Klein parte del entendimiento de la globalización: un mecanismo que libera dinero y bienes materiales a la vez que trata de controlar a las personas con base en el miedo (terrorismo, recesiones, criminalización de las protestas). La globalización está diseñada para atacar valores que benefician a todos: el conocimiento libre y crítico es suplantado por información masiva e irrelevante; el espacio público se ve amenazado por la prevalencia del espacio privado y mercantil; y el simple hecho de compartir es mal visto porque se privilegia el individualismo egoísta. Esto ha provocado que lo público se acote hasta sus últimas consecuencias: playas públicas adueñadas por complejos hoteleros, agua privatizada y semillas acaparadas por Monsanto.

La biblioteca pública no escapa de este fenómeno. Existen suficientes implicaciones monetarias para que el capital privado quiera intervenir en las bibliotecas. De acuerdo con Klein, Estados Unidos exporta principalmente patentes de derecho de copia, siendo libros y fármacos los que dejan mayor derrama económica. Es por ello que se nota cada vez más injerencia de capital privado en las bibliotecas, para solventar gastos que no se pueden atender con recursos públicos y se refleja en publicidad y salas de cómputo equipadas con tecnología de empresas subcontratadas, esto por decir unos cuantos ejemplos. Inocente o planeado, la biblioteca difumina sus fronteras públicas, acercándose hacia lo privado para subsistir. En un escenario pesimista, la biblioteca será un recinto parecido a un Starbucks y su importancia se reflejará en números e inversiones, estará sujeta a estudios de mercado y quiebras.

Klein advierte: «ser bibliotecario hoy significa ser más que un archivero, que un investigador o que un profesor. Significa ser el guardián de los atacados valores del conocimiento, de la esfera pública y la posibilidad de compartir, que dan sentido a su profesión». Pero de igual modo, ser usuario de bibliotecas públicas hoy significa ser más que un visitante fugaz que busca aire acondicionado, Internet gratis o un punto de encuentro para trabajos grupales. Existe una capacidad radical en consultar libros y ser lectores implacables de periódicos y revistas porque eso es lo que menos se espera de un ciudadano promedio. Leer e informarse es un descalabro efectivo contra aquellos que quieren mantener a las personas en la ignorancia.

El usuario es clave para la defensa de la biblioteca, pero un usuario comprometido. No es solo querer las cosas gratis, es tomar el espacio y los bienes públicos colectiva y responsablemente; crear lazos, relaciones y comunidades. Allí está la expresión de un cambio estructural. Klein nos exhorta: «tienen que saber en su propia carne que no hay comparación entre una cadena de supermercados de libros o un cibercafé y una auténtica comunidad bibliotecaria. Tienen que sentir lo público». Un ejemplo es lo que Fritz Hoffman muestra en una sesión fotográfica en la biblioteca de San Francisco: los vagabundos de la ciudad han hecho de ese espacio un lugar donde pasan las horas leyendo desde la biblia hasta tratados de filosofía. Esta biblioteca es la única en todo Estados Unidos en tener entre su personal a una trabajadora social, Leah Esguerra, para apoyar interna y externamente a esta comunidad lectora de vagabundos. Ella sabe la importancia de garantizar un espacio para todo tipo de lectores: «las bibliotecas pueden ser el último bastión de la democracia. Un lugar común -aunque sólo de día- donde nadie es nada más que un lector».

Esto es exactamente una biblioteca, la expresión más pura, radical y subversiva de la democracia. Es lo que fue el ágora para los griegos: todas las voces críticas y contestaciones están allí, contenidas en estantes y accesibles para la mayoría. Pero toda democracia corre el riesgo de controlar las voces disidentes, tal como el manda, anime y película Toshoken sensou o Library wars muestra. El argumento sitúa un Japón futurista volcado a la censura y destrucción de publicaciones y otras expresiones artísticas. Los únicos en hacerles frente a esas actividades fascistas son los bibliotecarios que en su afán de proteger la libertad de expresión, crea grupos militarizados altamente combativos. Ese es el colmo al que no se debe llegar, por improbable que parezca. Actualmente ningún país que se aprecie de democrático querrá mostrarse como un estado censor y pirómano; el interés ahora es sacarle provecho al bien público, o más bien, el desinterés por las bibliotecas provoca que quieran manejarlas como todo en el neoliberalismo, como una empresa.

No es necesario llegar al extremo de cargar un arma para proteger a las bibliotecas públicas. No hace falta manifestaciones con frases trilladas como «la biblioteca no se vende, se defiende». Lo que se requiere es responsabilizarnos con lo público, lo que a fin de cuentas es nuestro. Para ellos sólo hay una cosa por hacer, según Klein: «la mejor manera de permanecer público es ser público -verdaderamente, desafiantemente, radicalmente público».

¡Lectores del mundo, uníos!

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