Columna ‘Eros’ por Ollin Baraona
—Cromi cree que Jester está muerto.
Voy en el asiento del copiloto y me giro para ver si mi novio bromea, para comprobar si, por algún arranque excepcional de delirio, Rhae habría querido sacarse una broma de mal gusto, pero su mirada es seria y entonces la frase me golpea como un bache existencial.
Vamos en la autopista México-Querétaro, rumbo a Coacalco, a la fiesta de Halloween de una amiga de la universidad.
—¿Cómo?—, replico, demasiado consciente de estar tocando terrenos sensibles.
—Sí, Cromi piensa que falleció de una posible sobredosis.
—¿Y tú qué piensas?
Rhae no despega la vista de la carretera. Jester era un buen amigo suyo que, además de ser un vínculo sexual, una mañana de octubre, de buenas a primeras, desapareció.
—Yo pensaba que sólo lo habían internado. La verdad es que no estamos seguros —me dice.
—¿Y dices que Cromi cree que está muerto? –reitero, sin creerlo del todo.
Cromi es un amigo en común, vinculado al mundo gay sin censura y cercano a otros onlyfanseros y trabajadores sexuales.
Rhae se encoge de hombros.
Hablamos de Jester, pero a la vez siento que hablamos de todas.
Hablamos de Jester, pero a la vez siento que hablamos de todas.
Por una fracción de segundo, por razones que no logro entender (o peor aún, por razones que sí logro entender), me siento parte del problema: ¿qué clase de destino nos ha llevado a tal punto que une de nosotres se nos puede morir, o desaparecer, o ser anexado, y ni nos enteramos? O bien, nos enteramos semanas, meses, años más tarde.
¿Cuántas de nosotras no llegamos a saber, justo así, de esta misma manera, que otra ya no está? ¿Cuándo debe comenzar una a preocuparse, cuando dejamos de ver que suba historias a Instagram, cuando los mensajes de WhatsApp ya no le llegan? Entonces soy aún más consciente de lo precarias que se han vuelto nuestras redes de apoyo, de lo debilitadas que han quedado nuestras alianzas, de los pocos recursos que tenemos para cuidarnos, porque él, porque ella, bien podría ser yo. Y siento, nuevamente, esa emoción crónica que me ha acompañado ya una buena parte de mi vida: primero la indignación, luego una rabia limpia.
Sabemos de Jester varias cosas, entre ellas: que consumía metanfetaminas con cierta frecuencia, que él mismo nombraba su consumo como problemático, que ya le había dicho a algunos amigos que quería dejar el cristal, pero le daba miedo hacerlo. Sabemos también que era un artista nato, que hacía manualidades, disfraces, vestimentas y dibujos de una calidad excepcional. Igual sabemos que se independizó económicamente de su familia desde los dieciséis y que, entre los múltiples oficios que llegó a tener, también ejerció el trabajo sexual.
Hay constancia de que este año Jester había recibido un aviso de desalojo, derivado de problemas con la inmobiliaria que administraba sus rentas, y que, después de 18 años de no haber vivido con su familia, había regresado con ella una vez lo desalojaron de su departamento. Había vuelto con una familia que, a lo mucho, lo conocía poco.
Lo último que sabemos es que, a mediados del mes de octubre, mi novio, Rhae, le escribió preguntando por uno de los productos personalizados que Jester elaboraba de forma artesanal. El mensaje entró, pero Jester se demoró cerca de dos días en responder. Cuando lo hizo, se disculpó y le informó a Rhae que había estado gravemente hospitalizado, que había consumido cristal, pero algo había salido mal.
Días después, un lunes, Jester contactó a mi novio para decirle que su familia estaba pensando en anexarlo. El martes, Rhae le escribió, preguntándole si está bien y si podría con el encargo personalizado o mejor lo cancelaba. Jester le respondió:
—Tal vez. Si logro levantarme mañana, sí, pero ahora estoy muy cansado.
Mi novio me relata sus últimos intentos por contactarlo; de nuevo, él conduce y yo voy en el asiento del copiloto, pero han pasado tres semanas desde la fiesta en Coacalco y ahora vamos sobre Calzada de Tlalpan, rumbo a Xochimilco:
—Miércoles, entró el mensaje y no contestó. Viernes, entró el mensaje, no contestó. Sábado, entra la llamada y no contesta. Llega el siguiente lunes y no entra el mensaje…—, hace una pausa, me mira y repite las mismas palabras que me dijo aquella tarde que nos dirigíamos al Estado de México por una fiesta de Halloween—. Cromi cree que Jester está muerto.
Consulto el Instagram de Jester y veo que Fausto, otro amigo, también lo sigue. De inmediato le escribo por WhatsApp y le pregunto si lo conocía. Responde:
—Ahhhh, sí. Le compré un juego de mesa y nunca fui por él. Le debería decir. Es muy adicta jaja — sé que bromea y, por la forma en que me responde, intuyo que no está al tanto de la situación.
Después de que le explico, Fausto decide hacer el intento de escribirle. Le pido que me avise si llega a tener noticias suyas. Si hay algo que las putas no nos podemos permitir es estar aisladas. En un mundo que progresivamente nos despoja de tiempo, personas, espacios y recursos, insistir en la comunidad es una cuestión de supervivencia.
En las redes sociales de Jester no se ha posteado nada desde el mes de agosto. No hay fotos, ni videos, ni hilos, ni reels, ni nada. Algo inusual para un creador de contenido con casi 16 mil seguidores en X y que además había abierto su propio Onlyfans.
Su último post en X es del 20 de agosto. Tres días antes, había publicado lo siguiente: “Vendería mi alma por una noche de ‘M’ y mucha música”, y acompañaba el texto con el minivideo de un episodio de Los Simpson, donde Bart le dice a Lisa: Bueno, si crees que es tan buen negocio, te vendo mi conciencia en cuatro cincuenta, y le pongo mi decencia también. Es el bazar bartiano, ¡se va todo, señores! ¡Todo!
Vender la conciencia y la decencia de uno a cuatro cincuenta, y pienso en la abominable sabiduría de Bart Simpson, una sabiduría que también las putas hemos ido acumulando década tras década, siglo tras siglo.
Su voz chillona se me pega como chicle en un rincón de mi enmarañada conciencia: ¡Se va todo, señores! ¡Todo! ¿Cómo no se nos va todo si se nos puede morir una de nosotras y ni nos damos cuenta? ¿Dónde estábamos (¿dónde estamos?) las putas cuando una hermana más se deshebra los sesos con su cuarta dosis de metanfetaminas, antes del mediodía?
La respuesta es tan obvia y triste que da pena: estamos ocupadas lidiando con nuestra propia mierda. Por supuesto, aquí no estamos para repartir culpas ni para darnos golpes de pecho.
Habría que decir que el tuit completo de Jester continúa así: “Vendería mi alma por una noche de “M” y mucha música, luego recuerdo lo mal que me ponía y me dan más ganas”. Entiendo que él, como casi todas las usuarias de sustancias psicoactivas, tenía una lucidez privilegiada, una conciencia impecable de lo que le pasaba: “recuerdo lo mal que me ponía y me dan más ganas”.
Después de contemplar la posibilidad de que Jester figure el año entrante en las estadísticas de “mortalidad relacionada con el consumo de sustancias psicoactivas” que publica cada año la CONASAMA, Rhae confirma mis intuiciones y me da una respuesta que de tan honesta me paraliza.
—Si me preguntas dónde estaba, yo lo tengo claro: también estaba perdido.
Rhae y yo estamos en una banca sobre Reforma. Tengo uno de esos días malos en donde me siento una puta triste, y nada más que una puta triste. Entonces recuerdo algo que me saca una lágrima y, a la vez, me devuelve algo de fuerza: me dice que la supervivencia es colectiva, me recuerda que uno no se basta a sí mismo. Algo que las putas no nos podemos dar el lujo de olvidar, porque de hacerlo se corre un riesgo demasiado alto.
No sólo sobrevivir es un verbo que se conjuga en plural, sino morirse también; o al menos así parecen insinuarlo las estadísticas, las frías estadísticas. Éste podría ser un buen lugar para agregar un dato duro, algún porcentaje que ayude a hacer sentido, a conectar el caso singular con un contexto más amplio y entonces podría decir algo como que “las defunciones relacionadas directamente con el consumo de drogas ilícitas y médicas han aumentado en un 24.2% entre los años 2000 y 2022”. Pero insistir en hablar de estadísticas parece hasta grosero.
Meses atrás, el 15 de junio de este año, Jester había tuiteado lo siguiente: “Hace unos días estaba con mi sobrino recostado en mi cama y él observaba todas mis cosas amontonadas y el desastre que tengo después de meter las cosas de mi depa en un cuartito y me dice:
—Cuando se me caigan todos los dientes, con el dinero me compraré 2 casas, una para mí y una para ti, para que quepan todas tus cosas”.
Jester agrega esta nota:
—Creo que si aún hay almas en este mundo que piensen así, aún vale la pena vivir…
A la luz de los hechos, el cierre de la frase sólo puede pasarme como un trago amargo: “aún vale la pena vivir”. Me pregunto si el propio Jester no estaba él mismo tratando de convencerse de algo.
Desde algún rincón me llega entonces el eco de la voz burlona y profética de Bart Simpson, promocionando su bazar: ¡Se va todo, señores! ¡Todo!
Y sí, todo se nos va.
Nota: Algunos nombres de las personas involucradas fueron cambiados por respeto a su anonimato.