Por Katia Rejón
Fotos de Rodrigo Díaz Guzmán
Retraído, sentado frente a una torre de colchas y almohadas, me reconoce y se tapa la cara con un edredón rojo que le cubre las rodillas. Días antes, cuando platiqué con él, me dijo: si viene usted, voy a hacer como que no me acuerdo.
—De por sí la gente me da como fobia, me pongo nervioso. Que venga y me platique nomás así me da cosa. Pero una vez estando arriba, ahí tengo a la gente controlada. La tienes que hacer a tu modo y una vez que haya dos o tres personas que te volteen a ver, eso te da más seguridad.
Víctor Manuel tiene 37 años y es uno de los subastadores de colchas en Xmatkuil. Elige con seguridad una de la pila, la avienta a su compañero de hasta arriba, grita: ¡otro!, ¡otro!, mientras los dos desdoblan una pieza de tela calientita con dibujos de Cars y Mickey Mouse.
—Qué le voy a decir. ¿Que si me gusta mi trabajo? Pues sí, sí me gusta. ¿Que si fue mi elección? Eso no.
Víctor remarca el divorcio de sus papás y los conflictos que tuvieron después para pelearse a los hijos, tres niños que comenzaron a trabajar apenas les dio el cuerpo. Él comenzó en el 94 en su ciudad natal, Tabasco, con un señor que vendía peltre y se la pasaba todo el tiempo en las ferias. Cuando el señor se retiró, ya tenía experiencia en el oficio y le fue fácil encontrar otro patrón.
Es domingo, día de sacar la voz. Los subasteros la cuidan como los cantantes antes de un concierto, incluso le llaman así a la competencia de ofertas que hacen —sin micrófono— entre todos los oferentes de la feria: cantar.
—En casi todas, menos en esta, hay micrófono. En Xmatkuil es a canto abierto. La presión por vender, la competencia…, no es lo mismo hablar con micrófono.
Y todo se vuelve un griterío: Señorita que ya le dio sueño, pásame el azul, mire nada más éste, mire nada más este otro. Que se gaste, seiscientos que ya nos vamos, más barato. Por usted, más barato, cuánto me da, no lo piense, trescientos a la una, a las dos, me llevas de regalo. Échale otro, que te paguen doscientos, échale otro, dales ése, otro, más bonito, cien, por todo. Una princesa, un cubrecama, pa’l invierno, bien barato, la cerdita en king size. Más barato, calidad, pásame otro, la moda, del dosmil, calientito. Quién paga doscientos, otro, ahí pagamos, quién lo quiere, quién lo quiso, quién lo quería. Se la enseño, se la guardo, ya no hay tiempo, ¿la quiere?, la quiere.
Lleva casi 20 años participando en ferias. En Xmatkuil, dice, la organización es “muy bonita, muy segura”. Los borrachos no son tan incontrolables como en otros lados. Ésta es la sexta vez que viene a Yucatán y dice que en comparación con años anteriores, la venta es baja. El patrón es quien decide a dónde moverse, si al sur de Veracruz, a Tabasco, o Yucatán.
Si hubiese tenido la oportunidad de tener un oficio, habría sido electricista. Ahora que si hubiese tenido la oportunidad de estudiar una carrera le habría gustado trabajar en el Ministerio Público, ser abogado o criminalista.
—¿Qué se necesita? Se necesita ser, la mera verdad, mentiroso. Mentiroso más que nada, ¿por qué? Porque si quieres que alguien se lleve un artículo tienes que echarle una mentira piadosa para que se lo lleve en lugar de que se lleve la de enfrente. Igual el carisma cuenta mucho a la hora de gritar.
Le pregunto qué me diría para convencerme si yo estuviera interesada en comprar la colcha del América.
—Dijéramos, no sé, que va a ganar este año, que ahora está en una muy buena posición en la tabla. O decirle que si usted de verdad es aficionada y no compra un artículo del América entonces no es una americanista de hueso colorado, que si yo fuera americanista, yo pagara lo que valiese la colcha. Algo así, para picarla.
Dice dormir calientito. Todos los días de la feria se levanta a las 7 u 8 de la mañana. Surte el puesto, completa las cobijas que estaban en exhibición y se fueron un día antes, arregla el puesto, empaca colchonetas, baja más del carro y en lo que viene la gente, desayuna. Lo bueno, lo bueno, comienza a las 6 de la tarde y acaba hasta la 1 de la mañana.
—Como no soy muy amiguero, soy muy cerrado, sólo vendo, me voy y ya. Soy reservado, dice un poco más en confianza, En la noche es un trabajo ajetreado, pero por eso siempre dicen: haz lo que te apasione y olvídate de lo demás. Yo lo aplico. No veo si es aburrido o interesante o si el sueldo es poco. Por eso a mí el día se me va, mejor cuando hay mucho movimiento.
Otros colegas, cuenta, cuando no tienen nada que hacer se van a tomar. “Son propensos al vicio”, advierte. Y cuando no hay gente van a dar su vuelta, les invitan una cerveza y ya se les acabó el día. En las semanas que dura la feria gana, aproximadamente, 8 mil pesos, y ha visto como en una noche hay quienes se gastan más de la mitad en una borrachera.
A su esposa la conoció en esto y su familia está acostumbrada a no verlo por temporadas.
—El otro día hasta me dicen los niños que cuándo me voy para mi casa. Les digo: pues acá vivo, y me contestan: “No, papá, acá nada más vivimos nosotros. Tu tienes otra casa”. Y pues sí, mi casa es el puesto.
Después de un rato Víctor ya no es tan penoso, mueve las manos y las palabras como un tipo romántico. Bromea diciendo que entre los subastadores existe la orgullosa creencia de que tienen “labia” para conquistar mujeres.
—A esto yo lo veo como una novia. Con mi mujer me pasa esto, cuando tengo un mes de no verla, los primeros cinco minutos siento la adrenalina, la alegría. La quiero abrazar y besar, y cuando me despego quiero volver a verla, estoy nervioso, estoy inquieto. Cuando me subo aquí me pasa lo mismo. Me entra una adrenalina que siento el hormigueo en el cuerpo, el corazón me late rápido. Por eso si usted viene el domingo, digamos, voy a hacer como que no la veo, porque al final de cuentas sí siento que soy otro.