Por Jesús Cámara Ríos
Ilustración de Luis Cruces Gómez
Recuerdo la primera vez que me topé con aquel letrero. Iba en el autobús cuando vi la cartulina naranja con el rótulo que anunciaba: “Hoy películas para adultos. Funciones 7:25 y 9:00 PM. ‘Estrenos’ todos los martes y viernes de cada semana”. Para entonces aún era menor de edad por lo que sabía que ni de chiste podría entrar por esa puerta.
Hoy decidí asistir a ver mi primera película pornográfica en un cine. Pasé primero por un par de cigarros ya que en Internet encontré una reseña escrita por un tal Alberto C. que confirmaba que podía fumar dentro de la sala.
En la puerta del lugar (calle 56 por 57 y 55 del centro de Mérida) lo único que te recibe es una placa de la Sección 43 del Sindicato de la Industria Cinematográfica (STIC) que afirma que el lugar se inauguró en 1946 por el ex presidente Miguel Alemán Valdés durante su gira de campaña rumbo a la silla grande. Estaba apresurado por llegar puntual, como cuando no te quieres perder los comerciales de la marca de refrescos. Me dirigí a la taquilla. Para mi sorpresa, otra cartulina avisaba que un día antes los boletos habían aumentado diez pesos. El taquillero detrás del vidrio me arrojó un pequeño boleto amarillo sin mirarme a los ojos, mi nuevo número de la suerte: 1728. Tomó mi billete de Morelos y de la misma manera dejó caer una moneda de cinco pesos como cambio.
Antes de llegar a la sala, una señora me pidió el ticket que acababan de entregarme, lo partió en dos y me indicó el acceso. Una sucia cortina de terciopelo color rojo quemado era lo único que separaba a la realidad del centro de Mérida del lugar más “under” al que he entrado. Una vez dentro miré la gran pantalla que a primera impresión se asemeja mucho a la de cualquier cine, pero después de un segundo vistazo deja ver las manchas y las sombras de las cuerdas que cuelgan del techo. Caminando entre los pasillos y buscando una fila que esté libre para evitar contactos incómodos me di cuenta que muchas de las viejas butacas de madera estaban rotas al igual que el cielo raso, que dejaba ver la lámina de metal, lo único que evitaba la clasificación de cine al aire libre.
Una vez que ubiqué el asiento adecuado, lejos de cualquier individuo que pueda ver mi pequeña libreta, me puse cómodo como De Niro en Taxi Driver, para disfrutar del maratón de dos horas de sexo explícito en la pantalla más grande en la que alguna vez haya visto porno. Doble traición era el título de la película. La historia, si es que les importa, era la de un gran empresario que no encontraba la felicidad en la monotonía de su matrimonio por lo que se involucra con Monique, futura esposa de su hijo Jules, mientras que éste la engañaba con la secretaria de su padre, al mismo tiempo que la madre engañaba al empresario con el chofer. Tan increíble como un capítulo de La Rosa de Guadalupe. Lo interesante es el poco esfuerzo que el guionista tuvo que realizar, ya que puedo apostar a que este artículo tiene más palabras que todo el diálogo de la película sin incluir las palabras de “cógeme” y “me vengo”.
El constante cambio de lugares de los más de 40 asistentes me hacía creer que era una obligación moverte de tu asiento cada cinco minutos, pero yo permanecí en mi lugar por un largo tiempo. Era difícil concentrarme en la película con algunos sujetos que ni siquiera tomaban asiento, a éstos los llamaré “itinerantes” por su constante traslado a través de toda la sala como si algo se les hubiera perdido.
Después de aproximadamente 45 minutos encendí el primer cigarro, según yo, para matar el frío. Porque a pesar de que la sala parecía estar en ruinas, tenía aire acondicionado, o tal vez era el aire que traspasaba la delgada lámina de metal que se encontraba sobre nuestras cabezas. Hasta este momento todo procedía con normalidad hasta que uno de los corpulentos itinerantes entró a la misma fila de asientos en la que me encontraba y se sentó solamente a un lugar de mí. Como no estaba interesado en ningún tipo de oferta sexual, seguí el sabio consejo de mi amigo Jorge: no mires a los ojos.
El libro Pornocultura de Naief Yehya cuenta que en Estados Unidos, por ahí del siglo XIX surgieron los stags, las primeras cintas de vídeo pornográfico grabadas en Francia. Eran vistos en clubes y congregaciones masculinas. Los hombres reaccionaban con humor y animados haciendo chistes para diluir la tensión sexual que de otra manera, en un lugar lleno de hombres, como en este caso, y humo de cigarro podría adquirir un tono homoerótico. Pero en este lugar no hay nada que diluir, pues los hombres que van saben que es un lugar de encuentros casuales.
Evité hacer contacto visual con este individuo hasta el momento en el que estiró el brazo con la intención de llegar hacia mí. Sólo bastó rozar su dedo índice en mi hombro para que le devolviera una mirada de desaprobación y se pusiera de pie para continuar con su búsqueda en otro sitio. A este punto ya tenía bastante claro a qué se debía el desplazamiento, pero fui firme ante mi decisión de chutarme las dos horas en el mismo lugar.
La película era bastante explícita, no como las que pasan en televisión por cable. Hubo sexo sin censura en la cocina, en el baño, en el jardín, en la piscina, en las habitaciones, incluso sobre la mesa de billar de la casa de campo y todas las escenas estaban acompañadas de un loop bastante pegajoso. Ya cuando iba agarrando nuevamente el hilo de la historia, otro itinerante más joven se sentó a unos escasos cuatro lugares de mí y con la ayuda de mi vista periférica pude notar su insistente mirada. Volví al sabio consejo de Jorge. La primera función terminó pero en cuestión de unos 15 segundos comenzó la siguiente función que en realidad era la misma que acababa de ver. Me quedé porque quería hacer valer en tiempo mis $45 pesos.
Encendí mi segundo cigarro y el joven itinerante aprovechó el flashazo que mi encendedor provocó para situarse justo al lado de mí. Decidí entonces participar en el juego de las sillas y me fui a otro lugar más cercano a la salida, y dejé rodar la colilla por el pasillo sin alfombra. Ahí pude ver que las felaciones en la primera fila inician durante la segunda función, cuando los itinerantes han encontrado a sus presas.
Ya estaba a punto de irme cuando observé la intensa luz blanca proveniente de un lado de la sala. Recordé que alguien me dijo que el tour por el lugar no estaría completo si no visitaba el baño, así que conté cuantos entraban y cuántos salían. Cuando estuve seguro de que no quedaba ni un alma en ese pequeño cuarto, me apresuré a hacer de las mías.
El sanitario era muy parecido al de la escena de Trainspotting en la que Renton se sumerge dentro del inodoro, por lo que a ése le llamaré “El peor baño de Mérida”. Era húmedo, apestoso a orines y con teléfonos de aparentes pasivas decorando la pared mugrienta. Quise lavarme las manos pero tanto los lavabos como las llaves de agua parecían ser de utilería.
Me dirigí hacia el sucio terciopelo rojo quemado para salir del lugar, desplacé la cortina y volví a la realidad. Antes de salir, me topé con la mujer que partió en dos mi boleto y le pregunté: ¿siempre se repite la misma película en ambas funciones? Su respuesta fue afirmativa pero me dijo que cada día varía el erótico contenido audiovisual.
Sin duda el lugar es un tanto perturbador y no apto para homofóbicos (y claro que no me considero uno de ellos) ya que aunque tu propósito sea ver una buena porno en compañía de completos extraños no podrás evitar el acoso de los otros asistentes que más bien parecen ser residentes del sitio pues saben lo que van a buscar. Es interesante que exista este tipo de lugares en la ciudad pero descubrí que no son lo mío. Así que espero aprecien este artículo como si fuera una crónica de algún corresponsal de guerra, pues fue difícil sobrevivir a las estrategias de los itinerantes en el campo de batalla llamado Salvador Carrillo.