¡Siente vergüenza! Enviarte sin permiso mis nudes a tu celular es abuso sexual

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Por Laura Rodríguez

Ilustración de Eloísa Casanova

Le di mi celular para que escogiera la música; unas horas antes me había tomado unas nudes y olvidé borrarlas. Cuando tomó mi celular, las vio —ahora pienso si esa fue la primera vez que revisó mi galería, porque no era la primera vez que yo le prestaba mi teléfono—. Lo supe de inmediato nada más al ver su cara: ese gesto nervioso y esas manos apuradas deslizándose por la pantalla son inconfundibles. Pero no pude reaccionar; o sí, mi reacción fue mirar hacia otro lado con nerviosismo.

Ilustración © Eloísa Casanova

Cuando me lo devolvió, vi la notificación de que se habían enviado dos videos, pero cuando entré al chat, no pude visualizarlos. Se había mandado el contenido y lo había eliminado, así que, aunque aparecía la notificación de que estaban «enviando dos videos a su chat», yo ya no podía ver nada. Entré en pánico. Traté de mantener la compostura, pero mi cabeza iba a mil por hora. Apagué los datos en un intento por detener lo que fuera que hubiera quedado pendiente. Estaba aterrada, avergonzada. Jamás se me ocurrió que alguien pudiera traicionar mi confianza de esa forma. ¿Habría reaccionado diferente si yo no tuviera nada que ocultar? ¿La vergüenza habría sido la misma o imperaría el enojo? Apagué los datos del celular en un intento desesperado por detener la inminente ola que se me estaba viniendo encima.

Después seguí como si nada hubiera pasado durante dos horas —pensando qué podía hacer para resolver lo que sucedió—. Pensando cómo solucionar algo que yo ni siquiera había consentido. ¿Se había completado el envío? ¿Le dio tiempo de mostrárselo a alguien más? ¿Cómo iba a detener esto? ¡De pronto se me ocurrió una idea! Si lo enfrentaba con enojo, su respuesta sería enviarlo a otras personas; no iba a desaprovechar la oportunidad de alardear. En cuanto se separó del grupo, me acerqué para decirle que sabía lo que había hecho. Como pensé, su primera respuesta fue negarlo todo aunque sus ojos bailaban en las cuencas y comenzó a sudar. Ahí fue cuando le sonreí para parecer amigable —en control, aunque por dentro estaba hecha caos—, le dije que le permitiría ver los videos a cambio de que los borrara después y no hablara de eso con nadie. Le mentí, por supuesto, no quería que los viera, y me sintí humillada. Ahí se calmó y aceptó. Me pidió disculpas, dijo que no sabía por qué lo había hecho pero no se veía ni avergonzado ni arrepentido. Al final de la jornada se fue del lugar y me agradeció. Me dijo sonriente: “me cumpliste un sueño que tenía”.

En la noche recibí su mensaje: era una captura de pantalla de su galería —estaban los videos, pero también las fotos y otras cosas que no quise mirar—. Decía que ya lo iba a borrar porque sabía que “no estaba bien” y no quería “que nadie más me viera de esa forma” —como si los dos compartiéramos el secreto, como si hubiera sido consensuado y no una violación a mi intimidad—. Agradeció “mi bondad” porque era “algo que había deseado por mucho tiempo y nunca se hubiera imaginado tener la oportunidad de ‘verme así’”.

“Siempre te cuidas tanto. Nunca dejas que nadie te vea, tu ropa siempre es holgada, así que cuando te vi de esa forma no me pude contener y me las envié todas”. Agregó que “que esto debía ser nuestro secreto si no nuestras relaciones estarían en peligro”. Las náuseas subieron de mi estómago hacia mi garganta y devolví la rabia. Me sentí sucia. Le respondí que esas fotos habían sido tomadas en un contexto específico; fuera de ello, verlas así me provocaban muchísima angustia. Escribí todo eso con calma porque no quería molestarlo e impedir que las borrara. Aún ahora no tengo la seguridad de que de verdad lo haya hecho. Él invadió un momento íntimo de disfrute y gozo personal, pero yo era la zarigüeya fingiendo estar muerta para que su depredador no se fijara en ella ni le hiciera más daño. Le escribí “te quiero mucho”, con más odio del que jamás he sentido por nadie, y esperé que eso fuera suficiente para que sintiera empatía —o algo cercano a ello— y que de verdad borrara mi contenido. Si no me muevo, quizás pase de mí.

Le hice saber que yo siempre supe sobre su interés en mí, pero decidí ignorarlo —como he hecho siempre con cualquier hombre que no me importa. Es más joven que yo, y cometí el error de categorizarlo como inofensivo. Aunque también conocía sus precedentes. Hace unos meses había tenido comportamientos abusivos hacia otra chica y había mentido cuando le encaramos al respecto. Yo desconfié, pero no seguí indagando. También sé que eso escala, que las pequeñas violencias siempre crecen cuando no se les enfrenta ni se les detiene. Lo sabía y decidí ignorarlo. Y tal vez por eso, me pasó a mí.

Al día siguiente, cuando le compartí mi experiencia a una amiga (una de las tantas con las que he hablado desde que sucedió para intentar encontrar la fuerza y escribir esta denuncia), le expresé mi vergüenza no solo por el contenido sino también por mi reacción, y ella lo comparó con el caso de la chica de la cafetería en Mérida: ante los gritos y señalamientos del catalán, le dijo “ok” y aceptó todas sus agresiones verbales para que él se calmara —fue el mismo sentimiento: “si no me muevo, quizás pase de mí”—. Lo comprendí, pero la vergüenza no se va.

¿Qué quiero al escribir esto? Principalmente, sacarme ese sentimiento del cuerpo. La vergüenza no es mía. ¿Quiero dar una solución? No, por ahora. Quiero más bien continuar adelante y olvidar. Como olvidé la vez que un hombre me gritó “qué ricas tetas” por usar una playera pegada al torso; como el día que mi exjefe —dueño de una comercializadora de sellos autoentintables en Mérida— me acosó laboralmente durante un año y, al final, intentó sentarme en sus piernas a la fuerza; como cuando mi exprofesor de karate “bromeó” acerca de darme la oportunidad de masturbar a su perro y luego se disculpó —solo después de que alguien más le señaló que estuvo mal—, diciendo que en su país el humor es así y que lo sucedido era una “confusión entre nuestras culturas”.

Antes de escribir, me pregunté varias veces qué respuesta daría a la pregunta de «¿bajo qué contexto estaba ese contenido en mi galería de mi celular?». Pero ahora entiendo que eso lo que menos debería importar. Era MI celular. Fue MI intimidad la que fue violada. Es MI cuerpo el que fue expuesto ante alguien al que nunca, bajo ninguna circunstancia, se lo hubiera mostrado. Eso es lo que importa aquí.

Quiero ser valiente y detener esta espiral conmigo, no quiero que la siguiente violencia ejercida por él escale. A los agresores ni oportunidades ni silencio.


La Ley Olimpia Contempla sanciones de 3 a 6 años de prisión para quienes realicen estas acciones:

Exponer, distribuir, difundir, exhibir, reproducir, transmitir, comercializar, ofertar, intercambiar y compartir imágenes, audios o videos de contenido sexual íntimo de una persona, a sabiendas de que no existe consentimiento.

Si eres víctima, puedes denunciarlo: documenta las pruebas y busca apoyo en organizaciones como el Centro de Seguridad de la Iniciativa de Derechos Civiles Cibernéticos. También puedes reportar a través de la línea 088, la cuenta de Twitter @CNAC_GN, el correo [email protected] o la app PF Móvil.