Saltimbanqui

Por Elías Manuel Hernández Escalante

Cuento ganador del Premio Espíritu de la Letra 2015

Ilustración de Luis Cruces

Please, don’t spoil my day, I’m miles away
And after all I’m only sleeping
The Beatles

Los vecinos habían cooperado para comprar una cuerda gruesa que simularía el tope que el departamento de obras públicas olvidó construir, debido a turbulencias burocráticas. La amarraron a un poste de luz y fallaron el cálculo de la distancia entre ambas banquetas y la calle. Contorsionaba con los cauchos que le pasaban por encima a exceso de velocidad. La grasa se le fue incrustando hasta hacer imposible que luciera limpia otra vez, aun si alguien intentara lavarla y colgarla por todo el tendedero de su casa.

David se volvió un experto jugando al equilibrista. Con los días, y la práctica, perdió el miedo de caerse hasta estallar contra el asfalto. Rechazó el palo de escoba que sus padres le ofrecieron para mejorar la estabilidad, argumentando desconcentración y resistencia al viento. Cualquier mal paso podría ocasionar costuras que lo convertirían en un feo monstruo. El acto comenzó a seducir miradas tímidas desde las ventanas. Poco a poco comenzaron a salir.

El equilibrista hizo espectáculo rápidamente: una vez a la semana el ritual de la respiración antes de poner los pies en el primer peldaño de la banqueta enmudecía a los niños y los adultos. El precio: un peso. Sólo efectivo. Hacía pasar a su hermanito con una caja de zapatos y todos se apresuraban a pagar. Una vez que el dinero estaba completo, David daba el primer paso y los vecinos cerraban la circulación de los automotores…
Llegaron de las colonias cercanas para mirar y quedarse. El precio se elevó a dos pesos. David ideó disfrazarse: un paliacate en la frente, pantalón de misa (el de color rojo), camisa sin mangas. Los brazos en forma de avión y el paso decidido por las alturas enchinaban la adrenalina del público, la mirada angustiada de su mamá se perdía entre los aplausos y el brinco victorioso hacia la otra banqueta fecundaba alegría en los espectadores. Decía adiós con una reverencia. Pagaba la comisión correspondiente a su cobrador y se sentaba en su cama a contar el dinero y prepararse para la regadera.

“Niños adelante, adultos atrás”, fue nueva regla para acomodar a la multitud ansiosa que comenzaba a hacer fila desde horas antes. Los adultos ocupaban lugar mandando a sus hijos a apartarlo, para ganar tiempo, mientras arrojaban los portafolios a la cama, pateaban los zapatos negros dentro del clóset, se desnudaban de las ropas calurosas, echaban agua por el cuerpo, terminaban la comida y se calzaban las chancletas. Estaban ahí puntuales.

David pisaba la cuerda y no iba solo, llevaba a todos los que observaban. Sentían envidia de verlo tan lejos de ellos, tan ligero que en veinte segundos todo había acabado y los portafolios volvían a las manos y las tareas al cerebro. Aparecían en sus cuartos con la garganta atravesada de palomitas y tristeza, deglutían una masa espesa que los hacía vomitar en las noches, se turnaban para usar el lavabo y creían distinguir los augurios de la fuerza gravitatoria que nunca dejó de jalarlos hacia el suelo. A veces, mostraban intención de dirigirse hacia la cuerda pero olvidaban el camino.

Pronto el peregrinaje colgante de David se les diluyó al cambiar de canal la televisión, en el cambio del mercado, en las pocas veces que tenían la energía para el amor al final del día, se diluía como el ocio dominical. El tedio se les enredó en la adrenalina y como clientes insatisfechos apelaron a su derecho de escaparse de la geometría; se sintieron estafados cuando el acto dejó de ser equivalente a ocho horas de trabajo y salario mínimo, a la metáfora podrida de un tope.

David salió la siguiente semana. Los abucheos estaban esperando. Retaron a que se sostenga de un dedo, a hacer piruetas, saltar con un único pie, ojos cerrados, malabares, a morirse. David hizo el recorrido normal por la cuerda, dio la espalda y se metió en su casa. El vacío comenzó a llenarlos. Su papá fue a sacarlo del baño forzando la elasticidad de su oreja izquierda. Hizo el recorrido por cien segundos. Entristeció a todos, tropezó y logró agarrarse de la banqueta por casualidad. Apenas y lo miraron cuando se fueron a dormir. David colgó sin que una mano lo acogiera de nuevo.

Para el siguiente show pusieron a otro niño: vendaron sus ojos, lo amarraron de las manos, hicieron que camine por la cuerda, cayó y la lengua se le llenó de herrumbre. Después de ese niño siguió otro y otro. Había algo de ternura en este juego donde la altura no existía, donde todo era el espejismo y el sinsabor de no entender por qué necesitaban que el cruce continuara para siempre, más de veinte segundos, cada vez más emocionante, más peligroso, empujados hasta el límite de poder ver en los ojitos, el temor al agujero que ellos no veían. El calor de siempre volvió a ser la carpa y se frustraron en la calle donde los automóviles pasaron al mismo exceso de velocidad, aplastando a la agonizante cuerda que nunca pudo detener al tiempo.

Al siguiente día, por la tarde, un tope real por fin fue construido. Los niños, sin preguntar por la cuerda, pasaron por la elevación de concreto sin caerse, sin los brazos en forma de avión, sin la angustia maternal, sin cicatrices en la ceja. Contemplaron largamente el tope sintiéndose extranjeros.

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