Hipertextos: Black Mirror, 1 temporada

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Por Sergio Aguilar 

[En la supuesta cultura de la información, o del conocimiento, o ambas, donde todo producto cultural es hipertexto, pretexto de algo más, ¿cuál es el futuro que nos espera?]

(Algunos datos expuestos a continuación podrían ser considerados spoilers).

Black Mirror (Reino Unido)
Creador: Charlie Brooker

Black Mirror es una serie que nos deja un mal sabor de boca. No porque sea mala, cuando es probablemente la más importante producción televisiva en lo que va del siglo, sino porque nos sentimos regañados. Y con justa razón. Aquí van algunos comentarios de la primera temporada de la serie: los episodios The National Anthem, Fifteen Million Merits y The Entire History of You.

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The National Anthem
La primera imagen del primer capítulo es una habitación al amanecer. La quietud y pasividad de la escena es interrumpida por la vibración e intermitente luz de un teléfono celular. El Primer Ministro de Inglaterra es despertado de su sueño para metérsele en una habitación con su equipo más cercano. Le ponen un video en el que la Princesa de Inglaterra está secuestrada. Su captor sólo pide una cosa: que a las 4 de la tarde de ese día, el Primer Ministro aparezca en televisión nacional teniendo relaciones sexuales con un cerdo.

Esta bizarra petición no podría ser más dañina. Con seguridad, el Primer Ministro y todo el país hubiera preferido darle al captor dinero, liberar presos políticos, construir escuelas, o cualquiera otra de las sugerencias que al propio Michael Callow se le ocurren antes de saber que quieren verle teniendo sexo con un cerdo. The National Anthem nos recuerda que el poder de la virtualidad crea con una gran facilidad las condiciones para que la unidireccionalidad del poder desaparezca en medio de una telaraña difusa de todos contra todos. Ni el captor, ni la prensa, ni el Primer Ministro, ni la Realeza, ni el público tienen la última palabra o están unos encima de otros: son parte del mismo rompecabezas.

El Primer Ministro entiende bien lo que debe hacer, por más difícil que sea tomar la decisión: deberá sacrificarse para salvar a quien en la línea de mandato simbólico está por encima de él: la Princesa. Claramente lo dice la gente: podemos tener otro Primer Ministro, pero no otra Princesa. Este respeto por la línea de dirección, por esa Gran Otredad, es la que sostiene la vorágine de hechos que desencadenan las acciones de todos los personajes. El secuestrador entiende muy bien cómo funciona, por ello sabe que lo único que realmente tiene que hacer es secuestrar a la Princesa.

La Princesa es tal porque es reconocida como tal. Parece imposible en ocasiones recordar que quienes son reyes o reinas hoy -en pleno siglo XXI- no eructaran, no tuvieran arrugas, flatulencias, sus heces no olieran mal, no tuvieran mocos, sudor en las axilas… Es decir, es tan fácil a veces olvidar que son seres humanos, y que lo único, realmente lo único que sostiene una autoridad es reconocer esa autoridad: lo único que sostiene que haya Realeza es que la gente siga creyendo en la Realeza. Esta idiotez puede llegar a extremos lascivos. Cuando visitaron el rey y reina de España a México en verano de 2015, hubieron grandes burlas comparando el modo en que se vistió y la postura de Angélica Rivera y la reina Letizia. La existencia de un personaje como Enrique Peña Nieto en la presidencia de México, y con ello su esposa, es sin duda lamentable y sintomática de un país como este, pero hay algo innegable en él: su calidad como presidente, naturaleza a siglos de distancia de un rey, el cual es un supuesto designio divino, a quien con impuestos se le mantiene para vivir, literalmente, en un Palacio. Así, quienes se burlaban diciendo que Angélica Rivera lucía como una “cualquiera a lado de una Princesa” demuestran la lectura medieval con la que pretenden figurar a la Realeza en una posición superior que una elección democrática.

Y esto porque nuestra pereza para pensar es reflejo en todas las teorías conspiratorias que también son tratadas en el capítulo, como cuando un presentador dice que la petición de tener sexo con un cerdo no es descabellada porque “todos sabemos que los políticos son unos depravados sexuales”, afirmación que no sólo es empíricamente falsa, sino que demuestra la flojera con la que encajonamos a los políticos en eso, LA clase política, como si hubiera un Otro del otro, una especie de reptilianos/annunakis/FBI/CIA/NSA/comunistas detrás de cada figura que sea desagradable, porque siempre será más fácil optar por la flojera al demeritar nuestra propia acción cuando el modo en que leemos el mundo es mostrar lo imposible que nos será cambiarlo.

The National Anthem tiene dos finales: uno es con el Primer Ministro recuperado del desastre, la Princesa a salvo y el captor muerto, cual cuento de hadas visto a través de un noticiero -el creador de mitos del siglo XX-. De haber terminado aquí el episodio, con el Primer Ministro y su esposa entrando a su casa y el reportaje terminando, habría sido obvia la lección: se ha salvado el Gran Otro, se ha mantenido el status quo, este es un final muy conservador. Pero el giro radical y subversivo es precisamente la última, última escena. Dentro de la casa, la esposa no soporta dirigirle la palabra al marido. Él, resignado baja la cabeza. Es obvio que el Primer Ministro se pregunta: salvé al Gran Otro, ¿pero qué hay de mi? Es ahí donde reside la transición de un Otro al otro: de darnos cuenta de que sólo existimos por el Gran Otro a saber que existimos para nosotros mismos, y que el Gran Otro no existe. El Primer Ministro aprendió esa lección de un modo muy, muy duro. ¿Deberemos esperar algo similar para que lo entendamos también? ¿No acaso el hecho de que aceptemos sin dudar que se debe escribir Primer Ministro y no primer ministro, Realeza y no realeza, Princesa y no princesa, Palacio y no palacio, etc., es prueba de ese respeto irrestricto que tenemos por esa Gran Otredad?

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Fifteen Million Merits
Cual novela orwelliana, un grupo de gente sin explicación aparente hace ejercicio todos los días en la bicicleta estacionaria. Comen alimentos genéricos e idénticos de una máquina expendedora, y casi no tienen interacción entre sí. Comparten la ropa, la actividad física y que tienen 3 canales de “televisión”: el de pornografía hardcore machista, el de un concurso de canto interminable y el de un videojuego en el que deben de disparar contra el único otro tipo de personas con las que comparten espacios: la gente obesa que se dedica a la limpieza.

Este es el mundo en el que nuestro protagonista, enamorado de una compañera, le regala los créditos suficientes para que pueda participar en el concurso de canto y mostrar su talento. Al llegar ahí, los jueces panelistas (los únicos que visten diferente) le ofrecen mejor dedicarse a la pornografía, y ella acepta.
Nuestro protagonista tiene una nueva meta: juntar créditos para él mismo terminar en el concurso y con un pedazo de cristal roto, amenaza con suicidarse en vivo. Recibe aplausos. Nada menos contradictorio o inesperado.

La imposibilidad de escapar de la publicidad, e incluso ser penalizado si se intenta, es sintomático del mundo en el que no podemos escapar de ella por más que intentemos. Toma unos segundos para que el código de nuestras redes sociales lea nuestras últimas visitas en la web y nos inunde de ofertas, tal como si leyera nuestro ojo en Minority Report. Que los personajes estén tan ocupados y obsesionados con vestir a su muñeco y que lleve una vida más interesante que la aburrida de sus dueños es sintomático de la vida en la que necesitamos demostrarle a los demás lo felices que nos la pasamos, aunque sea en la virtualidad. Tener una segunda vida (en Second Life o en Facebook) significará restarnos de la primera vida que tenemos.

Si el capitalismo es la verdadera fuerza revolucionaria, no hay capítulo que lo confirme mejor que Fifteen Million Merits. Bing llegó al escalafón más alto del sistema de las apariencias: un concurso que premia los talentos y explota las dificultades con morbosidad, sea American Idol o el Teletón. Bing toma el cuchillo renegando del sistema, pero como vemos en la reacción de los jueces, es justo eso lo que se necesita ahora: el mundo es tan perverso que incluso aquéllos en su contra serán absorbidos para formar parte.

Al final, Bing no es nadie para luchar contra el sistema: es sólo otra pieza con la que se escribirá la historia misma, la de siempre. Mientras en su ventana ve un árbol virtual, mejor vista que el gallo horrible con el que despertaba antes, tal parece que se ha acostumbrado, y que vive en la función cínica: sé muy bien lo que hago y aún así lo hago. Bing es como nosotros: quejarse de que el sistema está mal es demostrar lo bien que está uno acostumbrado a él, pues si realmente fuera imposible vivir así, simplemente dejaríamos de vivir.

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The Entire History of You
Una pastilla que guarda todos los recuerdos con la fidelidad con la que los vivimos en el presente sonaría a un excelente argumento de una comedia romántica: imaginen lo fácil que sería terminar las discusiones como “no dijiste eso”, “claro que sí, aquí está”. Pero es evidente que no hay nada de cómico ni romántico en esta historia. Dice ella claramente “no porque algo no sea verdad significa que es una mentira”. No puede ser más correcto esto. La verdad, como acuerdo discursivo, no tiene porqué estar en armonía con la realidad. La verdad es una asíntota para escribir la realidad, pues la primera siempre será una versión deslavada de la segunda. Entonces, algo bien podría no ser verdad, pues la verdad es una opinión, independientemente de la relación que sostenga con la realidad.

Lo brillante del capítulo es cómo adapta estas ideas a la complejidad de las relaciones humanas. Nunca nos enamoramos de nadie, sino de la proyección, del fantasma que ese alguien pone sobre nosotros. Todos los otros con los que nos rodeamos en la vida cumplen una función específica en la verdad con la que entendemos la realidad: una función amorosa, sexual, afectiva, intelectual, económica, etc. Y nosotros también somos así para el otro. Cuando tiene sexo Liam y Fi no ven el presente sino recuerdos, que bien podrían ser o no de otras ocasiones sexuales entre ellos o con alguien más. Pero no nos tomará mucho tiempo para recordar que al tener sexo, cientos de ideas pasan por la cabeza, entre ellas los pendientes laborales que habrá que hacer al terminar o los atributos físicos de otra persona.

La ética de esta situación en la que nos damos cuenta de que sólo cumplimos una función específica para los demás es en apariencia triste, pero una vez que asumamos esa posición nos comportaremos con un sentido de mayor compromiso, responsabilidad y tolerancia para los demás y para nosotros mismos.
Liam descubre que Fi tuvo sexo con Jonas justo en la época en la que estuvo embarazada. Queda claro aquí que quien busca, encuentra. Si Liam está buscando signos de infidelidad, leerá en cada tono, cada gesto muscular, aquélla prueba de su verdad, es decir, usará la verdad en la que cree para escribir la realidad, sin importar los sentimientos que tenga Fi hacia él.

Liam se dará cuenta de que la posición ética para vivir dignamente es engañarnos a nosotros mismos y la memoria, y que la mejor versión de alguien no es la versión real, la cual nunca estará a nuestro alcance, sino la versión virtual que elijamos de esa persona. Y mientras se extrae la píldora de la nuca, una medida extrema en una situación extrema, no podemos sentir más lástima por él: en un mundo donde es imposible olvidar, se ha dado cuenta de que lo único que puede curar la cruda de amor es el suero del olvido.

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