El amor en tiempos del capital, apps de ligue y feminismos

Share This Post

Columna ‘Eros Precario’ por Ollin Baraona 

Soy una puta que se enamoró, y desde ahí se escriben estas palabras. La sospecha la tengo desde hace años; la certeza, desde hace muy poco: el amor romántico algo esconde, algo oculta, para todas, para todos, o algo esconde o algo escondía, porque sin duda, la “era del amor romántico” está muriendo —¡Y qué bueno!—.

Los feminismos hacía mucho tiempo que saben que el amor romántico (como ideología) era una trampa de la que ninguna salía ilesa, una manera de encubrir la explotación del cuerpo de las mujeres, de sus afectos, de sus deseos, de sus cuidados, de esconder violencias, de justificar feminicidios.  

Nuestras madres lo saben bien; nuestras abuelas, aún mejor: ¿Qué no ha aguantado una por amor? Una, enamorada, acepta golpes, violaciones, insultos, acepta los hijos que una nunca quiso: “todo por amor”. En palabras de la teórica Silvia Federici, la familia, los hijos, se vuelven el objeto perfecto, fetichizado por esta ideología, para encubrir toda clase de violencias e injusticias contra las mujeres. Ese era el reinado del amor romántico. El mundo que ahora se marchita.

En busca del “tiempo perdido” 

Recientemente, terminé una relación de pareja (breve, pero intensa, de pocos meses y muchas horas). Es poco fiel de mi parte decir que la terminé cuando en realidad me terminaron. Así, como la historia telenovelesca, dramática y predecible, de una puta a la que no quieren más, el hombre que decía amarme se marchó. 

Me terminó en un parque oscuro, en una noche de invierno, y por un momento pensé que mi alma estaría rota, que lo lloraría por semanas, quizá meses, que a la mañana siguiente correría a buscarlo. Por un instante pensé que me volvería una puta sola, triste, desesperada, dispuesta a mendigar su amor (todas reacciones esperables bajo el yugo del amor romántico). Pero lo pensé sólo por un instante. Lo que pasó durante los siguientes días me sigue desconcertando. 

Desperté con mucha energía, como si hubiera bebido un litro de café con miel; descubrí en la primera semana que ahora contaba con mucho tiempo libre, con horas extra para sacar pendientes siempre postergados, con una agenda disponible para reconectar con amistades, para revisitar hobbies, para retomar proyectos y actividades que había dejado en pausa. Me encontré habitando (y yo misma siendo) una libertad exquisita de la que no quería salir jamás.

Por aquellos días, Paulina, una gran amiga, se enfrentaba a un duro divorcio: situación tortuosa que, combinada con una serie de gastos imprevistos y trabas burocráticas, la habían dejado con una muy mala experiencia de la separación. En algún punto le pregunté, al calor de otras reflexiones sobre amores fallidos y otros fastidios, cuál era la principal diferencia entre la Paulina soltera y Paulina en pareja, y me respondió sin titubeos “el tiempo libre que tengo: esa es la principal diferencia; cuando estoy en pareja prácticamente no tengo tiempo libre, porque todo lo dedico a estar con esa persona y eso hace que proyectos personales que yo tengo y que quiero hacer, los deje para después”.  

Sin embargo, algo no deja de perturbarme de ese “alivio de no tener pareja”, de ese recuperado “tiempo libre”, que ciertamente el mundo se empeñará en insistir que emplee de forma “provechosa”, “productiva”. Porque el mandato neoliberal ahora ya no es casarse y tener hijos, al neoliberalismo le molestan los proyectos colectivos. No. El mandato es ser soltera, productiva, consumidora, emprendedora, sin hijos para estar sexualmente disponible y ser siempre instagrameable. 

Mi sospecha la confirmó Scruff, la app de citas para hombres gays, trans y bisexuales, cuando al ingresar esta tarde me recibió con un mensaje que dice: “No quiero San Valentín. Quiero SCRUFF”. El amor romántico va perdiendo la batalla cultural, pero si creíamos que la ideología romanticona era una suerte de cáncer, lo que viene a sustituirlo podría ser un auténtico bioterrorismo. 

Y de esas experiencias es que llevo semanas tratando de articular una idea, un argumento que no se deja asir, como una bestia terca, arisca, caprichosa: imprescindible. Algo de los argumentos de esa teoría indómita se han comenzado a articular aquí. 

Lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer

Recuerdo que en un célebre pasaje denominado El fetichismo de la mercancía y su secreto, Karl Marx desmonta uno de los presupuestos en boga entre algunos economistas de su época: la idea de que los precios y el valor derivan de las propiedades de las cosas en el mercado. Lo que denuncia el filósofo germano es que lo que aparenta ser una relación entre cosas (“una mesa vale lo mismo que tres sillas”, o bien, “esta mesa vale más porque es de la madera tal y del material tal) es, en el fondo, una relación entre personas, una relación social (el valor del trabajo de unos a cambio del valor del trabajo de otros). Que las relaciones entre seres humanos se oculten bajo la apariencia de “relaciones entre cosas” es lo que podríamos denominar fetichismo.  

Este aporte del buen Carlitos, que autoras feministas como Sarah Ahmed retoman para pensar las emociones, me hace recordar que nuestros afectos, entre ellos, el amor como sentimiento, no están exentos de ser productos de relaciones sociales. No hay más amor que la forma en la que amamos. Por eso tengo la sospecha de que el amor romántico (con su monogamia obligatoria, con su énfasis en el desbordamiento pasional e instintivo, su enaltecimiento del matrimonio y de la vida en pareja que toma a la familia como horizonte o proyecto), que hoy se evidencia profundamente en crisis, es síntoma de una crisis más profunda y más amplia: el amor romántico está muriendo porque las relaciones sociales que lo produjeron y lo volvieron normativo durante décadas (y siglos) también están muriendo

Y esa muerte deja ver algo a veces doloroso de reconocer para muchas: que más allá de una pasión incontrolable, el amor es sobre todo un trabajo, un desgaste, un esfuerzo cotidiano (sexual, afectivo, de cuidados, etcétera). Y así como la muerte del amor romántico revela su verdad como trabajo; también deja ver un potencial muy bello: si en verdad es un trabajo, si amar es esencialmente trabajar, el amor puede ser, sin lugar a dudas, como cualquier trabajo humano, un espacio para el ejercicio de la libertad.   

En Todo sobre el amor (2021), la brillante activista bell hooks critica la visión romantizada del amor a partir de una definición que brinda el psiquiatra estadounidense M. Scott Peck; para él (y para hooks) el amor es “la voluntad de extender el propio yo para favorecer el crecimiento espiritual de uno mismo o el de otra persona” y enseguida agrega, contradiciendo la creencia más acérrima de la ideología del amor romántico, que “el amor está en los gestos y conductas a través de los cuales se expresa. El amor es un acto de la voluntad, es decir, que comprende tanto una intención como un acto. La voluntad implica también elección. “No estamos obligados a amar. Elegimos hacerlo”, expresa la autora en su libro.

En una de mis primeras pláticas con mi ahora ex, recuerdo haberle dicho que, para mí, amar era, en esencia, trabajar. No se puede amar si no hay de por medio un trabajo, un despliegue de acciones, una labor de cuidados, de atenciones, de escucha, de complicidad, de empatía, y por supuesto, porque éramos dos jotxs calientes, mucho trabajo erótico-sexual en el medio

En retrospectiva, miro nuestra relación y me doy cuenta de que nunca nos dimos el sexo que pudimos habernos dado. Vivíamos ciertamente un año complicado, él y yo, con nuestras respectivas presiones, con nuestro desgastante ajetreo laboral, con nuestras respectivas prisas, con nuestro consagrado estrés, y entonces comprendo mejor las sabias palabras de Silvia Federici (1975), al recordarnos que para la esposa, para la mayoría de las mujeres, y también para muchxs jotxs y personas queer, el sexo se ha vuelto un mandato, un deber, un trabajo más en la lista de quehaceres del hogar. Y sí, yo, homosexual, puto, caliente, trabajador sexual, entrón, sí, yo, también me encuentro cansado. Y cansado no puedo amar, cansado no disfruto coger, o bien, no lo disfruto igual.       

El amor como mercancía: el modelo Grindr  

Ciertamente, el amor romántico se nos muere y los grandes adalides del capitalismo global sabrán sacar provecho de la descomposición de su cadáver. Ya vivimos la crisis de las relaciones afectivos que distintos autores y activistas han denominado la “mercantilización del amor”, vendido ya no como trabajo o como expresión de la voluntad, sino como mera “experiencia”, como algo para subir a Instagram, como algo que uno elige del catálogo de Grindr o Scruff.

Soy una puta y lo último que quiero es sonar mojigata: el sexo casual está muy bien, los encuentros meramente eróticos o sexuales están muy bien, las orgías están muy bien. Lo que creo que es, sin duda, problemático, es que progresivamente nuestras formas de interactuar, de conectar, de compartir, de encontrarnos con el otro/la otra se reduzcan a eso. Cada vez un mayor número de nosotras estamos al tanto de los estragos a la salud mental que el modelo Grindr le está causando a los «hombres que tenemos sexo con hombres» (HSH).  

Estructurada como un mercado, las apps presentan un catálogo de cuerpos sexualmente disponibles pero poco proclives a conectar a mayor profundidad. Aquí se trata del mundo de la “experiencia”, del hedonismo y del consumo, con todas las presiones que ello implica, porque una tiene que cotizarse mejor: tener un mejor cuerpo, verse siempre joven, esbelta, ser interesante, culta, sociable, viajada: ninguna de nosotras quisiera ser ese producto al que nadie compraría. 

De la muerte del amor romántico, como pasión incontrolada, incontrolable, bien puede surgir también la comprensión de algo muy poderoso y bello, de lo que el amor (ni romántico, ni neoliberal) puede llegar a ser: un ejercicio de la voluntad libre, un encuentro entre iguales.

Los amores posibles

Esta es la primera vez que pienso esto con una claridad tan vertiginosa que me ha dado náuseas tan sólo plasmar la idea: que para reorganizar, rearmonizar, “desintoxicar” nuestros amores, es necesario reorganizar, reamornizar, reestructurar de forma radical el mundo del trabajo. 

Esta es la idea que esta puta lleva semanas tratando de articular, la idea que no se dejaba asir: que el amor de pareja, hacia lxs hijxs, entre hermanxs, entre amigxs, un amor libre, sano y plenamente humano es, en su esencia, incompatible con los ritmos, exigencias y precariedades del mundo actual. Lo diré, con riesgo a que me caricaturicen: amar es incompatible con el capitalismo, porque amar es un trabajo libre (precisamente lo que el capitalismo niega). 

Matizaré, porque ya vi llegar la ola de críticas: “yo sí he visto a la gente amarse, aun en el capitalismo”, dirán algunas, moderadas; “incluso yo me he atrevido a amar, a pesar del capitalismo”, dirán las más audaces. Y les creo. No es que el amor esté prohibido en este tipo de sociedades, pero lo que una tiende a conseguir son “momentos para el amor”, momentos siempre rotos y discontinuos, en permanente riesgo de ser trastocados, atravesados por las injusticias “de afuera”, por las desigualdades de clase, por la violencia de género, por las exigencias de la rutina diaria. 

En resumen, momentos nunca armonizados del todo con el resto de nuestras relaciones sociales. Esto hace que nuestra vida en pareja suela vivirse (bajo el teatro de la idealización) como una suerte de oasis, como un “mundo aparte”. Y por eso, cuando ese oasis se nos va (cuando la relación se termina, cuando nos dejó en visto, cuando nos bloqueó en la app) a muchas se nos cae el mundo. Quedamos privadas de ese “lugar especial”.  

Desmantelar los espejismos del amor romántico fue un primer paso en la lucha por la conquista del amor libre. Y aunque la ideología romántica no ha terminado de morir, lo que viene, el individualismo narcisista que consume y desecha cuerpos, que entorpece nuestra capacidad de amar y conectar, podría ser el nuevo gran enemigo de los feminismos y de las teorías críticas preocupados por el futuro del amor, la sexualidad libre y el placer. 

En una sociedad cada vez más asediada por la vigilancia, la desigualdad, el productivismo y las violencias, el campo del amor se vuelve también un frente más para dar batalla; y las putas ahí estaremos, con nuestras hermanas, en pie de lucha.