Cuando lo eco-friendly se vuelve elitista

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Por: Andrea Fajardo

Ilustración de Lino

Una mañana de sábado pido un capuchino moka en el Café MidTown de la colonia García Ginerés. A través del vidrio que rodea el lugar veo personas que llegan a comprar verduras frescas, queso de cabra orgánico o pan integral en el mercado Slow Food, que se coloca cada sábado en los alrededores del Cine Foro Colón  y el restaurante Los Platos Rotos. 

El ambiente es amable, los compradores ríen y platican con los vendedores. A lo lejos una familia tradicional de tez blanca se toma una selfie con su Iphone 8, cargan dos bolsas de tela donde guardan su despensa de la semana. Cerca de la cafetería un joven con ropa deportiva le compra una galleta orgánica a su perro xoloitzcuintle. En un puesto de hortalizas, una mujer de apariencia europea habla con la vendedora, mientras le pasa los atados de lechuga o acelga orgánica a un hombre de rasgos mayas que le carga su bolsa ecológica. 

A simple vista es el mercado perfecto. Pero con dar un paseo por los puestos y tiendas cercanas, preguntar precios, mirar las etiquetas, observar el comportamiento y el lenguaje de la gente que asiste, se puede ver que no es un lugar para todas las personas, mucho menos para todos los bolsillos. 

En Mérida existen algunos espacios similares a Slow Food que se dedican a la venta y difusión de productos orgánicos, artesanales y biodegradables. Tal es el caso de tiendas como C+Natural, VivaGreen, Café Orgánico, Ya’axtal Ecotienda o El Árbol Eco Orgánico. Espacios que trabajan por generar un sistema de consumo consciente y amable con el medio ambiente, además de ofrecer alternativas y productos atractivos para el llamado “consumidor verde”.

Algunos expertos en psicología económica, como Carmen Tanner, han señalado que la actitud es uno de los factores principales que impulsan al consumidor hacia la compra de productos ecológicos. Dirían por ahí que la actitud es lo que cuenta. Sin embargo, la psicóloga social Tina Mainieri señala que “a pesar de las actitudes y creencias pro-ambientales de una persona, hay factores que contribuyen a un bajo o nulo consumo verde, por ejemplo: la disponibilidad, etiquetado, y accesibilidad de precios”.

Algo que tienen en común las tiendas que mencioné antes, es que todas se encuentran en el centro o en el norte de la ciudad de Mérida. Un bálsamo corporal extra-humectante a base de cacao y centella asiática cuesta alrededor de 300 pesos. O unas galletas con chispas de chocolate, tipo chips ahoy, 130.

Supongamos que yo quiero comprar estos artículos, porque soy millennial y según un estudio realizado por la empresa Morgan Stanley en 2017, somos la generación más interesada en la economía sustentable y el medio ambiente. Pero resulta que también somos la generación peor pagada, según el estudio Los Millennials en el Mercado Laboral realizado por el Banco de México. Entonces los 430 pesos que quisiera gastar en mis productos ecológicos (para no comprar Pond’s o Chokis) los tengo que guardar para pagar la luz o completar la renta. Bueno, digamos que del resto de mi quincena (o mi pago freelance) voy ahorrando en dos partes para comprarme el bálsamo de aquí al próximo mes, porque quiero darme un pequeño lujo

Ahora imaginemos a una mujer del sur Mérida, de piel morena y ojos chinos. Tiene dos hijos, su esposo es obrero. Ella limpia casas ajenas y su sueño más grande es tener un trabajo con seguro social. Probablemente su único papel en un mercado o tienda de este perfil sea el de acompañar a la “patrona” en sus compras, mientras le cuida al bebé. Esta escena la vi en repetidas ocasiones cuando trabajé en uno de los puestos de Slow Food hace tres años. 

No suelen ser espacios construidos y pensados para personas como ella, o donde pueda reconocerse y sentir que pertenece desde una posición no subordinada. Aquí no sólo intervienen factores de precio o accesibilidad, también de clase y hasta de raza. La vida sustentable desde esta posición se vuelve costosa, elitista y clasista.

No es mi intención victimizar a nadie, es posible que esta mujer conozca estrategias de sustentabilidad mucho más efectivas que yo, o que las tiendas eco-friendly. Pero simplemente, muchos de estos lugares de cultura ecológica solo están hechos para un pequeño grupo de personas privilegiadas que pueden pagarlo. Tal vez si yo tuviera un apellido rimbombante y hubiera nacido en una familia adinerada, tendría mi bálsamo de centella asiática cada mes, de lo más feliz, y mi despensa sería completamente orgánica

El principio filosófico de este tipo de tiendas o mercados, además de promover la vida eco-sustentable, es el desarrollo de un comercio justo y local. Los tres pilares de la filosofía Slow Food, por ejemplo, sobre la consciencia alimentaria son:

BUENA: una dieta con alimentos de temporada, frescos y sabrosos que satisfagan los sentidos y que forme parte de nuestra cultura local; LIMPIA: una producción alimentaria y un consumo que no dañe el medio ambiente, el bienestar animal ni nuestra salud; JUSTA: unos precios accesibles para los consumidores, una retribución y unas condiciones justas para los productores a pequeña escala” (slowfood.com).

Se lee bonito y hasta revolucionario, pero la realidad muestra otra cosa. A no ser que tengas 5000 pesos en tu cartera cada fin de semana para comprar tu despensa completa (ese fue el cálculo que hice preguntando precios), es casi imposible disfrutar a plenitud la vida sustentable que en estos lugares se promueve. 

Y sí, el movimiento ecologista hoy en día nos ha obligado a muchos a reflexionar sobre nuestras formas de consumo y a cambiar hábitos de vida, no hay duda. Pero también ha desencadenado tendencias y etiquetas que, bajo el sello de lo orgánico y sustentable, nos intentan vender un estilo de vida que no todas las personas pueden alcanzar. Es casi la misma treta del capitalismo para que compremos en exceso: hacernos creer en un ideal de vida que se consigue consumiendo, pero ahora con la etiqueta ecológica para que no le duela al planeta, y sobre todo a la consciencia. 

Dentro de estos grupos de consumidores verdes, hay ciertas personas que tienen la oportunidad económica y la vida acomodada de manera tal que el tiempo y el dinero les rinde para llevar una vida completamente sustentable, fitness, vegana, ecológica, gluten free, zero waste, bla bla bla… Tanto que pueden llegar a señalar o juzgar a otro tipo de consumidores o incluso activistas por no ser lo suficientemente “congruentes y firmes” con la filosofía eco-friendly, desde su perspectiva y su comodidad. 

No pretendo devolverles el juicio, para nada. Bendito sea su privilegio, pero no olvidemos que son un grupo reducido y seleccionado que camina dentro de una burbuja lo suficientemente resistente, como para creer que subiendo una selfie a instagram con su jugo verde están salvando al planeta. Cuando en realidad forman parte de un pequeño círculo que tiene la suerte de poder vivir así, que pueden elegir. Mientras que para una gran mayoría, desayunar en un mercado orgánico o comprar una mermelada de mamey en C+Natural es un lujo, o ni siquiera una posibilidad. 

También sucede que, dentro de esta mecánica de “capitalismo verde”, muchas tiendas suelen contradecir la filosofía que defienden. En la Ciudad de México existen tiendas como Mr. Tofu y Green Paradise, con refrigeradores tipo Oxxo, donde un atún vegano tiene un costo de entre 60 y 150 pesos. Viene en lata o plástico y está hecho a base de soya y sal de mar, pero tiene sabor a atún. Esto puede que sea un error de marketing o un chiste muy cruel. Cabe mencionar que Mr. Tofu ya es una franquicia que se ubica en varias ciudades de México: Playa del Carmen, Guadalajara, Puebla, Pachuca, León, entre otras.

Pero no nos vayamos tan lejos: en la tienda Café Orgánico, que está a la vuelta del Cine Foro Colón aquí en Mérida, 200 gramos de pepita natural te cuestan 60 pesos, empaquetada en plástico y con la etiqueta en inglés. Mientras que en el mercado Lucas de Gálvez la misma bolsita te cuesta 25-30 pesos, y tal vez se la estés comprando a una mujer maya que tardó 4 horas en traerla desde su pueblo.

Sí, quizá no todos los productos que se encuentran en el mercado popular o en los tianguis sean 100 por ciento orgánicos, es cierto, pero puede ser una mejor forma de apoyar un comercio justo y local. Tampoco podemos asegurar que los productos que se venden como ecológicos, efectivamente lo sean. Principalmente por el asunto del empaquetado, cuando ya se vuelve una marca. Yo confío más en la leche vegetal que prepara mi amiga Diana Pavia (estudiante de Desarrollo y gestión intercultural en la UNAM, vegana) que en la leche comercial de las tiendas ecológicas. Porque además es mucho más barato hacerla que comprarla.

También es cierto que no todas las tiendas, vendedores o productores ecológicos y locales entran en esta dinámica elitista del Green Marketing. Desde luego existen pequeños productores, que tienen sus huertos o granjas, con elaboración artesanal, lo que implica tiempo y dinero invertido. Eso vale mucho y merece una justa retribución. Pero al menos los que yo conozco no están precisamente en mercados orgánicos fresas, o si están se mantienen al margen, sin necesidad de presumir que son eco-friendly y todos los demás títulos. O sin colocarse en una posición de superioridad moral ante las personas que todavía no se acercan a la cultura eco-sustentable

Creo que si se tiene habilidad para crear un producto de manera artesanal y se defiende la filosofía de un comercio ecológico y justo, no hay nada de malo en aprovecharlo como una forma de subsistir y apoyar la economía propia. Más aún si se comparte no sólo desde lo monetario, sino también desde la formación o el intercambio. 

Pero de allí a mercantilizar la ecología, lucrar con los derechos de la naturaleza y generar un sistema que no dista mucho del capitalista, o que más bien parece desprenderse del mismo pero vestido de verde, para después volverlo elitista y así clasificar a las personas en: quién puede tener una vida sustentable y quién no, me parece una forma más de seguirnos mintiendo y de sostener las estructuras hegemónicas sin descanso. 

Prefiero creer en la resistencia de los pueblos originarios, en la lucha de los activistas contra megaproyectos o en las pequeñas formas de boicot que estén a nuestro alcance. Más hacer y reconstruir, menos adquirir para desechar. Y por supuesto, menos ecología fresa por favor.