Columna ’30: ni coqueta ni próspera’ por Matilda Ro
Ilustraciones de Lino de la Guerra
Desde pequeñas aprendemos que hay que soñar en grande. Nos dicen que todo es posible con esfuerzo, constancia y enfoque. Pero crecer en el mundo actual significa enfrentarse a una verdad incómoda: desear algo más que la mera supervivencia es un privilegio.

El solo hecho de pensar en proyectos personales, metas profesionales, desarrollo creativo o bienestar emocional ya no es accesible para muchos. Se convierte en un privilegio, ya que no todas las personas cuentan con las condiciones materiales o estructurales necesarias para ir más allá de la supervivencia diaria.
Lo que parece una elección personal —dedicarse al arte, iniciar un proyecto, migrar, emprender— se convierte en una lucha constante contra un sistema económico centrado en la productividad, que mide el valor de las personas según su capacidad de generar ingresos. El modelo neoliberal traslada la responsabilidad del éxito o el fracaso a cada individuo, como si las condiciones materiales no tuvieran peso. En lugar de garantizar derechos universales, condiciona el acceso a la educación, la salud, la cultura o la vivienda, a la capacidad de pago. Así, la vida se organiza en torno al rendimiento: el tiempo debe ser útil, las decisiones estratégicas y los riesgos calculados. No hay espacio para la pausa, el error o la incertidumbre.
El discurso dominante repite que si madrugamos, administramos bien el dinero, tomamos cursos y nos enfocamos, lo lograremos. Pero hay una brecha brutal entre lo que se dice y lo que se vive. Mientras más invierto tiempo y energía en cumplir con lo básico —pagar el alquiler, mantener la casa en orden, cubrir servicios, enfrentar gastos imprevistos— más lejos veo mis objetivos reales. El día a día consume la fuerza que quisiera destinar a lo que de verdad importa. Lo urgente siempre gana.
Se habla mucho de libertad, pero ¿cuánta libertad tiene alguien cuyo salario apenas alcanza para mantenerse a flote? ¿Cuánto espacio queda para la creatividad cuando todo está condicionado por la productividad? Es una trampa: trabajar, generar dinero, sostener la rutina supuestamente para después “invertir en mí”, pero ese “después” nunca llega. Es la carrera de la rata: dar vueltas en círculo, avanzar sin moverse. Y lo peor es que, a menudo, ni siquiera se debe a la falta de disciplina o visión, sino a un entorno diseñado para que el sueño sea aspiración y no concreción.
Esta frustración no es individual, aunque se viva de forma íntima. Responde a un modelo económico que no permite detenerse, explorar ni imaginar. La educación cuesta, la salud cuesta, incluso descansar cuesta. Todo requiere un ingreso constante, y eso condiciona cada decisión. El riesgo se penaliza. El arte, el emprendimiento sin respaldo, la innovación sin contactos se ven como actos temerarios. El sistema nos dice: “Claro que puedes soñar, pero primero págalo todo”.
La salida no está en los discursos motivacionales ni en la glorificación del esfuerzo individual. Se requiere una transformación profunda. Políticas públicas que garanticen el acceso equitativo a la educación, la cultura, el financiamiento y el tiempo libre. Espacios donde el fracaso no implique ruina y donde el éxito no dependa exclusivamente del capital inicial.
Para que los sueños dejen de ser una carga emocional, deben dejar de ser una batalla solitaria. Solo cuando las condiciones colectivas cambien, soñar será una posibilidad compartida y no una fuente de ansiedad.