¿Quién mira a quién?: los dos lados de la pantalla

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Adela Micha, en la sátira de Big Brother dentro de La Familia P. Luche, (cuando ambos eran los hits de la misma televisora en aquella época), ya anticipaba el dilema de los reality shows: son exitosos pero agotadores, y aun así, la audiencia no deja de consumirlos. ¿Qué los hace tan adictivos? 

“En la sociedad del culto a la celebridad, sacrificamos con alegría nuestro tiempo —incluso nuestros momentos más vulnerables y privados— en el altar del consumo de la imagen pública”, escribe el crítico Lalo Ortega de CinePREMIERE sobre Parpadea dos veces (2024) de Zoë Kravitz, respecto a la protagonista consumiendo contenido de una persona famosa en TikTok desde la privacía de su baño.

La final de La casa de los famosos México, el 29 de septiembre pasado, transmitida en salas de cine, es prueba de cómo estos programas han evolucionado. El término, “Fenómeno social”, fueron las palabras que se usaron para definir al reality. Si algo nos enseñó El Show de Truman (1998), es que la vida de una persona puede convertirse en espectáculo mientras el protagonista desconoce el alcance de su exposición.

Collage © Memorias de Nómada

Aunque los concursantes de los reality shows actuales saben que están siendo observados, el efecto es similar: su vida se transforma en un evento público, con la audiencia como juez y jurado. La relación entre el espectador y lo observado se torna íntima, casi invasiva, como lo predijo David Cronenberg en Videodrome (1983): “La pantalla de TV se ha convertido en la retina del ojo de la mente”. El espectador ya no sólo mira, sino que vive a través de estos personajes, absorbiendo su lenguaje, emociones y acciones como si fueran propias.

Tan sólo pensemos en la corrida original de Big Brother. En aquel entonces, me resultaba curioso ver a treintañeros decir “güey” cada dos minutos. A partir de ahí, me di cuenta de que la gente decía “güey” a cada rato y ahora me resulta imposible imaginar una conversación informal en México sin que esa palabra se cuele.

El reality show ya no es solo entretenimiento televisivo, sino experiencias colectivas que trascienden la pantalla, algo que quedó claro cuando Wendy Guevara, ganadora de la primera temporada de La Casa de los Famosos y primera mujer trans en lograrlo en América Latina, fue celebrada masivamente (especialmente en nuestro país). Esto subraya cómo estos shows reflejan las luchas sociales y los cambios culturales del país: demuestra que estos formatos no son solo entretenimiento vacío, sino reflejos de nuestra sociedad y sus luchas, rompiendo barreras sociales.

Hace unos días me encontré una publicación en Facebook de un perfil —Guillermo Juárez— en el que se leía: “Perdón por ver La Casa de los Famosos bro, es que después de 10 horas de jale y 4 de traslado en el día no me dio para viajar otras dos horas hasta las dos cinetecas de Coyoacán, tampoco me dio tiempo de ir el domingo a formarme dos horas a los museos gratis porque me ocupé jugando con mis morrillos y lavando la ropa de la semana. Es que tu proyecto pitero del FONCA no me lo están pasando en la TV que tengo en mi sala, es mi culpa.”

Quizás desde mi privilegio me resulte fácil asumir que todos tienen al menos alguna app de streaming instalada y que hay contenido ahí que pueda consumirse desde el transporte público, aun cuando esas condiciones no sean necesariamente las más ideales para disfrutarlo. Probablemente, lo percibo así porque he visto las últimas tres temporadas de la serie estadounidense Girls (2012) desde la comodidad del asiento del transporte público o incluso de pie.

Vivimos en una sociedad…

Pero veámoslo desde otro ángulo: Los juegos del hambre (2012) de Gary Ross y basado en la novela de Suzanne Collins, nos mostraba a 24 jóvenes que participaban en un torneo donde luchan a muerte hasta que uno se convierte en vencedor. El fenómeno de La casa de los famosos se siente muy similar a esa cinta.

Ambas historias, una de ficción y la otra real, presentan a sus participantes en un entorno de aislamiento, donde deben lidiar con la presión psicológica y social. ¿Es que acaso México se acerca a lo que es Panem? ¿Por qué las noticias que aparecen antes que otras en nuestras redes sociales son de La casa de los famosos? ¿Tan importante es que algunos periódicos publicaron quién es el líder de la semana como nota principal?

La diferencia, claro está, es que los tributos en la arena luchan literalmente por su vida, mientras que en el reality show mexicano, la lucha es por la fama y la redención pública. La historia de Mario Bezares, ganador de la última edición, evoca este punto: un personaje ligado a uno de los mayores escándalos de la televisión mexicana, redescubierto por una nueva generación que no carga los prejuicios del pasado.

Pero la participación en estos reality shows es, en muchos casos, un arma de doble filo. Adrian Marcelo o Ricardo Peralta, cuyos futuros profesionales quedaron en la cuerda floja tras su paso por la casa, ejemplifican la «muerte mediática», que bien podría compararse a la Cornucopia de Los juegos del hambre, donde solo uno sobrevive y sale victorioso. Pero en vez de espadas y flechas, los concursantes en La casa de los famosos enfrentan batallas emocionales y morales, mientras la audiencia devora cada momento, alimentando la cultura del morbo.

“¿Cree que los programas violentos en la televisión llevan a la desensibilización, a la deshumanización?”, también cuestiona Videodrome.

Es ahí donde veo también si realmente La casa de los famosos México es sólo una dosis más al constante bombardeo de contenido viral, a lo que me hizo percibir otras cosas: ¿Podríamos visualizar a Wendy como Katniss Everdeen —el símbolo de una rebelión (la comunidad LGBTQ+) en un país conservador y con prejuicios-? ¿Entonces es «Mayito» el símbolo de la redención?

Bien lo dijo Paul Stanley (hijo de Paco Stanley) cuando entró la casa a encarar a Mario después de 25 años de aquel escándalo, cuando ya sólo quedaban cinco participantes en juego: “ustedes le han demostrado a todo el país que lo que se necesita es la empatía y el cariño”. Ver a Gala Montes defendiéndose con respecto a una enfermedad mental que le corresponde a ella y sólo a ella por más figura pública que sea, hizo que la gente le mostrará su apoyo.

Ver la final en una sala de cine debido a la alta demanda no sólo subraya el impacto cultural del programa, sino también la adicción social que cuestionaba al inicio del texto. Pero, ¿qué aprendemos como sociedad al consumir este tipo de contenidos?

Al final, los reality shows no son solo un show: es un espejo que refleja nuestras ansiedades, nuestras luchas internas y nuestras aspiraciones colectivas. Quizás, como dijo Adela Micha, ya estemos cansados de estos programas. Pero si algo nos han enseñado es que, mientras sigamos viéndolos, estaremos también consumiendo nuestra propia imagen proyectada en la pantalla.