Los hijos del Y2K

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Por: David Cano

Ilustraciones: Luis Cruces

El 10 de enero de 2016 fue uno de esos días en los que resulta más heroico no salir de la cama. No sabía qué horas eran, las luces estaban bajas. Insensato y testarudo no logré apoyarme en la radio. En cambio, me levanté, fui a la cocina e hice un café cargado, dos cucharadas copeteadas de azúcar (prueba irrefutable de que la etiqueta de insensato, no es un atributo imaginario). Después del segundo sorbo, me enteré de cómo desde entonces no habría un “Starman” que nos pudiera salvar.

No es nada lindo intuir que todo está perdido, los grandes himnos ya estaban caducos, si no es que muertos, y yo con ellos. Bastó con merodear por las redes y leer las funestas frases de mi sobrina de 19 años:

“Porke tanto desmadrito en el feis porke se murio un tal bowie?? Ke pedo con sus vidas!!!”.

No pude evitar aplicar la de tirar un inbox a las de en chinga:

—Enana, ¿no sabes quién era David Bowie?

—ke onda? no (inserte aquí cualquier emoticon que le resulte cool).

—Pues, ¿qué música escuchas?

—Pues a Maluma esta bien chido

—…

Conversación terminada.

Mi duda no era mera paranoia, tenía la confirmación ante mis ojos: el holocausto auditivo era una realidad.

Dos días deprimido. El neoliberalismo no alcanza para más. Tenía que buscar un plan, una estrategia, un artilugio, algo; debía engañar al mundo para seguir…

Captura de pantalla 2019-01-27 a la(s) 19.03.02Hurgué en el pasado:

Mi abuela decía que era un niño con corazón de pollo, porque me gustaba escuchar sus interpretaciones de Toña La Negra que se rifaba mientras barría el garage. Mi madre, como toda una dancing queen, aceptaba cual si fueran joyas, todas las flores silvestres que yo recolectaba. Mi padre, después de recorrer accidentados caminos con su troca, acompañado por Los Relámpagos del norte, llegaba a casa y me cargaba a papuchi; entonces, yo sonreía sin pensar en el futuro. Cuando podía escaparme de los adultos después de la lluvia, perseguía con toda la fuerza contenida en un cuerpo de metro y fracción, al arcoíris; trataba de encontrar el origen de todos los colores. Así creció un niño, mientras “La mano de Dios” les partía la madre a los ingleses, entonces Take on me sonaba en mi corazón. Era ese tiempo de pequeño donde el soundtrack lo ponen otros.

Llegó la adolescencia y con ella la rebeldía, el punk como un arponazo inundó mis venas. No FX, Bad Religion, dos minutos, los Sex Pistols marcaron una ruptura. Fue ese el inicio de una búsqueda personal, más allá de un click. Escudriñar era una tarea excitante, tratando de escapar del mercado. Luego llegó Blink 182 y todo se fue al carajo. En ese entonces, ser un poser tenía sentido peyorativo, ahora no… Hoy es cool cualquier cosa, hasta que deja de serlo; no hay escape en el escape, incluso lo marginal es un estilo de vida.

Alguna vez existió un sonido representante de una generación, pero evolucionamos, al grado de saber “tolerar” al otro; ser un weirdo ya no es personal, solamente un error de target.

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No podía ocultar el sol con un dedo y volví a ese día. Regresé al dolor de saber que Bowie se fue:

Antes del salto ortopédico y meramente tecnológico de vivir en una era digital, rebobinar un tape no era nada extraño, mucho menos capturar una rola que te gustaba en la radio, esperando que no hablará el presentador. Grabar sin interrupciones era ganarle una batalla a la guerra de los formatos. Hacerte el simpático con alguien que tuviera MTV, para ver las pendejadas más básicas de Beavis and Butthead, o de Daria la chica rara de tus sueños, era más airado que 300 locos por un imperio. Ese espacio en la TV, donde sonaba el grunge hasta matar a sus exponentes, era un deporte extremo. Todavía extraño a Kurt Cobain y también el disco más sincero Marylin Manson, entre persianas americanas, atiborradas when i come around, donde uno no sabía en qué confiar, pero sobraba la fe, sin necesidad de leer en una cartografía perdida entre hormonas y ruido, volábamos con el walkman puesto. En esa época no sabíamos que el neoliberalismo iba a encontrar un sentido comercial a pesar de todos, al grado de matar una “Mosca en la pared”.

Lo que intento decir es que antes batallamos para escuchar lo que escuchábamos… Nos costaba tiempo, orgullo, a veces hasta putazos, escuchar un buen disco. En el presente flotamos entre pantallas personales, víctimas de lo inmediato, un buen reggaetón o un pop que no dura más de dos meses, para así volver a la misma fórmula hasta el infinito.

Sublime en mis oídos era ver pasar los pantalones de pana levitar sobre una tabla que soñaba con los games, otrora, la mota era una cuestión anti sistema y no la portada de una revista en el estante de una Barber shop. Alucinábamos con murales callejeros sobrepasando la calle y su trajín. Construimos el mundo, llegaban a nuestras manos los flyers de las tocadas, como parte de un ritual donde participaban pocos, porque la neta no entraba cualquiera: sólo quien le chingaba, escuchando, explorando, y a veces aceptando que nuestra banda favorita era una mierda, pero una mierda muy nuestra, una estrella brillando más allá del televisor. Corolario incuestionable de que vivimos una época donde los medios no eran un fin.

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Aunque no soy un hombre de fe, últimamente le rezo a Xochipilli, también a Tersipcore, o a cualquier otra melodiosa deidad, esperando un milagro. Me encuentro en mi cuarto de quinto piso. Abro la ventana, enciendo un delicado y fumo. “Where is my mind” de los Pixies inunda la habitación, mientras observo, tranquilo, cómo se colapsa el mundo. Porque los tristes miembros de la Generación X no nos trepamos al tren del mame; nacimos en él…

¿Qué se puede esperar de alguien que creció viendo animaciones sobre un niño de la calle que huye constantemente de un padre alcohólico, y busca desesperadamente a su madre?

La solución: cámbiale al canal. Pues bien, el que sigue:

Ahora, una abeja-niño que busca obsesivamente a su madre, mientras una horda de insectos trata de aniquilarlo.

¿Qué otra opción tengo en la caja boba? Hago uso del

zapping:

Resulta que una dulce niña está casi a punto de

encontrar el amor, su mente le recuerda al novio que

nunca fue, ése, el de la muerte trágica y manda todo

al carajo.

¿Qué me ofrece el último canal?

Una señora amargada con un parche en el ojo que les hace mierda la vida a todos…

De ahí que a los de mi generación, ese tipo de productos como Maluma o en el mejor de los casos Zoe, nos resulten un escupitajo en el rostro, pero ¿cómo sentir la música, después de la muerte del rock?

David Cano (Saltillo, Coahuila, México,1981) Es narrador y a veces poeta. Colabora con la revista digital Venimos del desierto (Sonora). Actualmente es corrector de estilo de la revista Babel de la Universidad de Morelia. Ha publicado en revistas como Oficio (Monterrey), Papalotzi (Guadalajara), La Cataficcia (Zacatecas), Playboy México, Letra Turbia (Granada, España) Revista Quira y Revista Trinando (Bogotá, Colombia), entre otras. Fue antologado en el libro de microrrelatos Cuentos alígeros de la Editorial Hipálage (Andalucía, España).Ganador del concurso internacional de cuento breve de Latin Heritage Foundation 2011 (Washington, NJ).

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