La trampa de la Neostalgia

Por Maik Civeira

Ilustración: Luis Cruces Gómez

Fue el amigo de un amigo de quien escuché por primera vez esa palabra cuando hablábamos de las viejas series animadas que solíamos ver en nuestra infancia (los 80 y la primera mitad de los 90). Según me explicó, la palabra describía el sentimiento de nostalgia que a menudo invadía a los jóvenes de nuestra generación, un fenómeno extraño dado que la nostalgia era más común en los ancianos, para quienes el mundo de su juventud había desaparecido.

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Según el Urban Dictionary, el término significaría una mezcla entre nostalgia y novedad, una emoción más positiva que la de la simple añoranza, ya que involucra un redescubrimiento y un disfrute renovado de aquello que formó parte del pasado. ¿Son los Millennials una generación particularmente nostálgica? Hoy en día la neostalgia está por todas partes. Hay blogs, canales de Youtube y sitios de Internet dedicados específicamente a recordar productos de la cultura pop que parecen muy remotos, pero que en realidad tendrán unas dos décadas de antigüedad. A su vez Hollywood echa mano de productos culturales de nuestra infancia para capitalizar con nuestros recuerdos. Yo mismo he escrito extensamente sobre “cómo era antes” hablando de series animadas, cómics, canales de televisión, computadoras e Internet, videojuegos, juguetes y más.

Nada nuevo hay bajo el sol, se dice. Siempre ha habido un afán por “recordar los buenos tiempos”. Hay en nuestra psique una tendencia natural, un sesgo cognitivo llamado “paraíso perdido” que nos lleva a idealizar el pasado. Después de todo, cuando éramos niños nuestras vidas eran más sencillas y teníamos menos problemas, por lo que asumimos que la vida era mejor, a la vez que filtramos y excluimos cualquier aspecto negativo de esa idealizada edad de oro. Cada generación se rebela contra la anterior e idealiza no sólo su propia infancia, sino el pasado que nunca conoció.

Así, la nostalgia Millennial va más allá de la propia niñez. Podemos verlo en una necesidad de regresar hacia décadas que ni nos tocaron vivir. Esto se manifiesta en un descubrimiento de lo retro y lo vintage, una fascinación hacia la estética de las cosas de antaño, pero no precisamente antigüedades valiosas o las obras de arte, sino aparatos de tecnología caduca, ornamentos pasados de moda, afiches publicitarios de productos extintos, parafernalia de cultura pop olvidada, etcétera.

Sin embargo, creo que hay algunos factores que hacen de la neostalgia Millennial algo muy particular. He visto criterios muy poco consistentes para clasificar a los jóvenes como Millennials. Algunos los circunscriben a los nacidos entre 1980 y 2000, algo que me parece difícil de tragar, porque la experiencia de vida de dos personas que se llevan 20 años de diferencia no puede ser igual. Otros dicen que entre 1985 y 1995, lo cual podría tener más sentido, pero que nos deja fuera a los nacidos entre el 80 y el 84, que definitivamente tampoco somos Generación X. Además, ni de lejos todos tenemos las características que el estereotipo nos atribuye. Como siempre, los intentos de delimitar fracasan tratándose de la complejidad de los asuntos humanos. Pero for argument’s sake, retomemos la clasificación más amplia y hagamos de cuenta que todos los Millennials somos hipsters veganos con tatuajes y tendencias bisexuales.

Parece que hay generaciones que son vanguardistas y otras que son nostálgicas, y los Millennials somos como una mezcla rara de ambas. Por un lado somos la generación más progresista y liberal de la historia frente a temas polémicos como la sexualidad, la diversidad de identidades, las relaciones de poder y las desigualdades sociales. Por otro, buscamos en el pasado símbolos y referentes. Para ninguna generación anterior la cultura pop había sido tan importante. Los mitos, íconos, arquetipos, narrativas y referentes provenientes de ella forman parte de nuestro imaginario colectivo como nunca fue para nuestros mayores. Generaciones anteriores tenían mitología y clásicos literarios.

Nosotros tenemos las caricaturas con las que crecimos. Esto tenemos en común con la Generación Z, la más joven. Pero hay algo fundamental que nos diferencia: el ritmo al que las cosas han cambiado para nosotros fue mucho más vertiginoso. En nuestras tres o menos décadas de vida vivimos la evolución de los videojuegos desde el primer Nintendo hasta las complejas obras de arte que son ahora; vivimos la transición de los discos de acetato a los CDs, a los mp3 y a las playlists de Youtube y Spotify; vimos las redes sociales crecer desde el mIRC hasta Tinder y Snapchat; conocimos la experiencia del cine y los videoclubes, de la tele local, pasamos por la llegada del cable y ahora estamos viendo películas y series a través de Internet, ya sea de forma legal o pirata. No creo que a los Z les toque ver cambios como pasar la infancia antes de Internet y la adolescencia durante el ascenso de Internet.

Por eso experimentamos la nostalgia de diferente manera. De haberlo querido, alguien del pasado podría volver a los cuentos de hadas que leía en su infancia o ver cómo sus hijos se entretenían más o menos con las mismas diversiones. Generación tras generación, muchos crecieron leyendo Caperucita Roja y jugando a las escondidas. Pero sólo nosotros crecimos viendo Patoaventuras y jugando Super Mario Bros.

Cuando estaba en secundaria ya añoraba los programas de televisión que pasaban cuando era niño y que para entonces se habían dejado de transmitir. Me sacó de onda cuando supe que mis alumnos de secundaria y prepa también recordaban con nostalgia las caricaturas que veían de niños. Pero también para los más jóvenes es diferente. Ellos podrán sentir tanta nostalgia como nosotros, pero ya tienen a su alcance toda la biblioteca universal de Google para volver a ver Clifford el Gran Perro Rojo, escuchar las canciones que estaban de moda cuando fueron a su primer fiesta de XV años, o jugar el videojuego que les gustaba en la primaria.

Dado que ellos nacieron con la Web 2.0 a su disposición, y usarla les vino más natural que leer y escribir, siempre han tenido la oportunidad de volver a visitar aquellos productos de la cultura pop con los que crecieron. En cambio, durante toda mi adolescencia –entre la segunda mitad de los 90 y la primera mitad de los dosmiles- era prácticamente imposible volver a la cultura pop de mi infancia. Las series de TV se habían dejado de transmitir, la música ya no estaba en la radio, los videojuegos y los cómics viejos sólo sobrevivían en manos de quienes los habían guardado celosamente desde un principio. Sí, ahora podemos volver a todo ello, pero durante una década más o menos lo creímos perdido. Como se dice, la nostalgia ya no es lo que era.

Pero vámonos con otro factor de esencial importancia: los Millennials somos la generación a la que más ha costado hacer la transición a la vida adulta. A los 25 años mi padre ya era un adulto capaz de mantenerse a sí mismo, a su esposa y a su primera hija por venir. En pocos años más podría comprar una casa propia y un par de automóviles. Para nosotros, la situación económica del mundo ha hecho el prospecto de la independencia algo intimidante, cuando no del todo imposible. Los salarios son bajos, los costos de vida son muy altos. Al igual que muchos de mi generación tuve una educación académica que superó por mucho la de mis padres, pero el mercado laboral es mucho más difícil.

Somos la primera generación en décadas que no puede aspirar a tener un futuro mejor que el de sus padres. Irónicamente, a la vez se nos educó para ser menos conformistas y “seguir nuestros sueños”. El ritual de paso a la vida adulta, que podía ser la graduación universitaria, la boda, o el irse de la casa paterna, que fuera inequívoco y contundente para la generación anterior, es para nosotros motivo de ansiedad y confusión. Para nuestros mayores el paso a la adultez podía ser duro, pero estaba claro; la generación siguiente aun está estudiando y no ha tenido que enfrentarse a ello. Nosotros en cambio tenemos el estigma de ser un fracaso como adultos, en un mundo hostil y ante un futuro incierto. ¿Cómo no volcarnos hacia la seguridad del pasado?

La fuerza emotiva de la neostalgia en los Millennials ha sido notada por los creadores de contenidos. El meme de Robin Williams en Jumanji (refrito pronto en cines) gritando “¿Qué año es éste?” lo manifiesta muy bien cuando vemos películas como La Bella y la Bestia y Power Rangers en cartelera. El reciclaje de la nostalgia se convierte en un burdo acto masturbatorio que proporciona entretenimiento perezoso al público y dinero fácil a los productores. Nos inundamos de refritos, secuelas y adaptaciones de la cultura pop de los 80 y 90, y renunciamos a crear o fomentar la creación de contenidos originales. Pero la nostalgia no necesariamente implica decadencia cultural. ¿No era acaso la nostalgia por el pasado grecolatino una de las principales fuerzas del Renacimiento? ¿Y no era la nostalgia por una Edad Media idealizada uno de los componentes centrales del Romanticismo? La reinterpretación y resignificación de la cultura pop nostálgica puede dar también lugar a productos de alta calidad, desde cómics como Planetary hasta series de TV como Stranger Things.

Para mí la consciencia de mi condición de chico neostálgico inició en la secundaria cuando me vi con mis primos y amigos añorando los programas de televisión de mi infancia, sobre todo las series animadas. No lo sabía, pero a nosotros nos tocó algo que después sería llamado Animation Reinassance, un boom de la animación occidental tanto en la pantalla grande la chica, que se manifestó en la cantidad y calidad de sus contenidos. Dicha era dorada inició a principios de los 80 y terminó a mediados de los 90, justo cuando pasábamos a la adolescencia.

Disney se aventaba obras maestras desde La Sirenita hasta El Rey León, para alcanzar los altos estándares que Don Bluth, en la década anterior, había sentado con obras como La tierra antes del tiempo o Un cuento americano. En la televisión pudimos ver cómo Thundercats o Los Verdaderos Cazafantasmas sentaban las bases de una gran calidad en contenidos, que alcanzaría su pináculo con Batman: la Serie Animada. Así que sí, no es sólo idea nuestra: las series animadas con las que crecimos eran algo especial y su calidad no sería alcanzada sino hasta esta Nueva Edad Dorada de la televisión que se dice que vivimos.

Esto es sólo un ejemplo del bagaje cultural pop tan rico y sui generis con el que crecimos los Millennials. Qué haremos con él es otra cuestión. Podemos quedarnos regodeándonos en nuestra incapacidad de superar el pasado, sentarnos a ver refritos y pastiches de lo mismo hasta que alguna generación futura empiece a crear los nuevos mitos pop que serán parte de “los buenos viejos tiempos” de alguien más. O podemos tomar ese legado que tenemos para analizar y construir cosas nuevas, y entendernos mejor a nosotros mismos.

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