Estrella

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Por Mateo Peraza Villamil

Ilustración de Raquel Martínez

Sé simple. Sé tú mismo. Nunca  transites por caminos hechos. Abre los tuyos. Sé liviano. No tengas miedo a perder.  Sé empático. Navega   contra la corriente. En una conferencia X  dijo: “Cuando tengas  la llave  tírala  y abre la puerta a patadas”. Sentí que a mí me lo decía, que sus ojos se aferraban a los míos  mientras, en la primera fila,   sostenía uno de sus libros  contra mi pecho. Supuse: Me lo  dijo  a mí. X   me  tomó  en cuenta, sabe que lo admiro. Al final del evento había una fila kilométrica para los autógrafos  y cuando llegué,   sacudió su cigarro,    miró hacia arriba, como buscando una estrella,   y dijo: Hola, Camarada, ¿para quién es la firma? Es para mí, dije.  Claro, dijo él, pero cómo te llamas. Ignacio,  contesté. Ah, qué  curioso.  

Escribió:

“Para  Ignacio,   que lo disfrutes”.

Sé feliz.  Divergente.  Nunca camines lo que  ya fue recorrido. Explórate. Luego  lo vi acicalarse  el bigote y firmar, uno tras otro, los ejemplares de su última novela. Me  dio gusto estar ahí, respirar el aire de aquella mañana  limpia como la mirada de un niño.  Después  caminó  solo hacia   las puertas de cristal mientras  la gente lo saludaba, le  decían: X,  gran  novela, me ha encantado,  es genial como desenmascaras al gobierno,  la manera en la que reivindicas a Latinoamérica.  La literatura es el hombre y la letra. Es estilo. Es uno mismo.   Así que me dirigí hacia el camino  de X  para tropezar abruptamente, escupirle un comentario casual. Pero no lo conseguí y  pronto me encontré persiguiendo su espalda de ropero entre  las  calles de la Ciudad de México, entre la gente que no sabía quién era X y entre la gente que sí lo sabía, que le hacía venias o le extendía tímidamente una mano. Sé independiente. Nunca cedas a la presión.  Crece hasta perder el suelo.

Y como un personaje de sus novelas,     X se  instaló  en un puesto de tacos y  exigió  dos  amablemente.    Sus  bigotes  se embarraron  de salsa,  de la bandera mexicana, de las excrecencias  que escurrían de la tortilla  a su boca o a su playera negra,   donde  asomaba la barriga de un hombre feliz,   pleno,  que   puede  darse el lujo de comer  a la vista de cualquiera. Tomé una mesa contigua y esperé.  Una camarera  diminuta y  estrábica  se detuvo a mi lado y dijo: ¿Qué le servimos,  Güerito?,   a lo  que  contesté: Lo que esté  comiendo el señor de enfrente. ¿Cuál? El de enfrente, el  que tiene   bigotes. La verdad  no sé qué  pidió el señor, Güerito,  porque ya se lo comió.  Bueno,  lo que vaya a pedir ahora, sírvame lo mismo.

Al poco tiempo    tuve  bajo mi nariz tres tacos, cuyo contenido no pude descifrar.   La mesera  habló con el   taquero  y  este  volteó a verme  con las cejas arqueadas, con  un cuchillo en la mano derecha que,   moviéndose  de aquella forma, denotaba suspicacia. No temas.  Las decisiones deben tomarse tarde o temprano. El miedo es la   moral.  El miedo  es subjetivo.  El taquero atravesó  el vapor de la plancha  y le  susurró  algo a X, quien  se inclinó   para escuchar. No contengas tus emociones. Perder es un estado de ánimo.  X   volteó,  me escrutó con los ojos semicerrados .Lo miré sin respirar    y en ese juego  sentí que algo de él entraba en mí, como diría Nietzsche, algo del abismo entraba  en mí,  se  diseminaba   como  líquido espeso,  se repartía con ímpetu en   mi sangre. Se levantó.  La vida es una ruleta. La vida gira, de pronto  caes. Inició la caminata   a un ritmo distinto porque,  mucho después  reparé en ello, ya   intuía  la persecución. El sentido llega con la secuencia

X atravesaba la Alameda y yo lo medía cada vez a mayor distancia, zigzagueando entre los puestos, el ruido, el tráfico,   adentrándonos poco a poco a   Garibaldi, rebasando Garibaldi,   arribando  a Tepito.  Por un momento lo perdí. No  sientas  preocupación. Las oportunidades se repiten. La vida es un ciclo interminable. Y  en el mar de seres humanos que  pululaban por los pasillos descubrí la aureola  de su calvicie, que sobresalía por su estatura y  chusquedad  junto a un puesto de zapatos. Bien Ignacio, me dije,  es el momento.  Brinqué del pasillo a la calle; caminé a mayor distancia para mejorar  mi campo visual.  A lo largo del  recorrido  X intentó  pedir un taxi, intentó, volteando de soslayo, ubicarme entre la multitud, y   al no conseguirlo  abandonó  su papel de presa,   volvió a ser él, el verdadero, el novelista gigante  ,humilde ,  el novelista   sin miedo,  el mismo que yo necesitaba para no morir y el mismo al que le toqué la espalda con el filo  de mi cuchillo. Suave, le dije, camina suave y hacia donde  yo te diga.  ¿Qué quieres?, inquirió,  sobresaltado. Vi los  vellos de  su brazo  levantarse.  Tengo dinero, susurró. Acabo de cobrar. A mí no me interesa tu dinero, repuse, me interesa tu talento, me interesas tú, y no te queda mucho tiempo de vida.  Estás enfermo,  lo he visto en  televisión. No podemos permitir que  te  vayas  para siempre.  No entiendo de qué hablas, dijo. Suave, exigí, suave,  yo mismo me encargaré de llevarte a donde debemos ir. ¿Dónde es eso? Mi casa, contesté, iremos a mi casa y ahí podremos asegurarnos  de que tu herencia intelectual nunca se pierda.  Pero de qué manera conseguirás eso—bajó el tono de su voz, probablemente asumió que yo era un enfermo y debía tratarme con cautela—. No hace falta que me lleves a ningún lado. Toma el dinero que tengo aquí—metió la mano en  el bolcillo del  pantalón—son casi 15 mil pesos.  Suave, repetí, enterrando un poco más el cuchillo en su espalda; la punta  hizo   brotar un piquete de sangre que  se propagó  en su playera.  Aquí da vuelta. Luego, en la casa que ves ahí, la roja, quiero que subas las escaleras, entres junto conmigo y saludes a la señora que   estará en la recepción. Es la casera, es una anciana,   no podrá ayudarte. Quiero que la saludes y luego  me sigas como si fueras mi amigo o mi amante. Correcto, dijo X, con la voz entrecortada.  

Los logros se obtienen al llegar a la meta. La meta es el final del destino. Tú decides  el  destino.  ¿Qué pasa si la casera  pregunta mi nombre?,  mencionó X. De una u otra forma  darán contigo. En menos de una hora comenzarán a buscarme.  Tengo una reunión en quince minutos.  Calla, calla—puse el cuchillo cerca del omoplato  y lo acaricié—. Sube las escaleras,  haz lo que te dije.  

Guardé  el  cuchillo en el saco. La casera nos miró   extrañada, probablemente  adivinado  de qué se trataba aquel evento fortuito.  Buena tarde Ignacio, dijo. Buena tarde señor… X,  agregué, este es mi amigo X, señora. Vinimos a resolver unos asuntos  financieros. Ella  debió  pensar: ¿Qué asuntos? , si las piezas de aquí son baño-habitación. No hay espacio ni para poner una mesa.  Pero dijo: Ah, qué bueno,  Ignacio, qué bueno conocerte un amigo. X sudaba, volteaba hacia los lados en busca de un objeto contundente.  Algunas gotas de orina o unos  gramos de mierda  bajarán  por su  pierna  en este momento,  conjeturé.    Bueno,  seño,  vamos a subir. Claro, que les vaya bien.

La televisión estuvo prendida desde la mañana, cuando vi en el noticiero matutino que X daría una conferencia. Le pedí amablemente que se sentara en el único sofá de la  pieza. Pero me miraba estupefacto, petrificado. ¿Cuántos de tus libros preservas en tu casa?, pregunté ¿Qué?, contestó. No te hagas al listo—saqué el cuchillo. Le mostré las dos caras. Amabas reverberan con la luz  que entraba a raudales  por la ventana—. Es mejor que dejemos algo en claro: a todo lo que pregunte, tienes la obligación de responder. Puedo fumar, dijo X, como si no me hubiera escuchado. Sin con eso estarás tranquilo, sí, dije.  Un paso después de la meta,  es la victoria. La expectativa no debe opacarla. La realidad es el presente.  X prendió el cigarro y el humo se filtró directamente hacia la ventana. Era una imagen hipnótica: él fumando, el humo rodeándolo como si tuviera vida propia  y luego saliendo por la ventana, hacia la calle, como si quisiera  auxiliarlo o indicarle una ruta de escape, algo imposible a esas alturas.