El Antilector

Por Yobaín Vázquez Bailón

Ilustraciones: Alonso Gordillo

Peor que no ser lector: ser un anti-lector.

Hay gente que nunca ha podido leer un libro por razones que van desde la desidia hasta el analfabetismo. No hay problema, a los primeros se les puede convencer y a los segundos alfabetizar. Pero hay otro tipo de personas que se precian, se enorgullecen y hasta cacarean no haber abierto un libro en toda su vida. Lo peor es que uno de sus motivos para despreciar la lectura es porque no le asignan un valor a esa actividad que les puede robar aproximadamente 20 minutos al día (si es que deciden hacer caso a esos infames promocionales de lectura).

Estos anti-lectores prefieren el cine o la televisión porque, claro, un libro nunca les proporcionará entretenimiento. Son además los que impulsan un conjunto de ideas erróneas sobre la lectura. David Toscana lo sabe expresar muy bien en el libro El último lector: “Si acerco las manos al fuego […], me quemo; si me encajo un cuchillo, sangro; si bebo tequila, me emborracho; pero un libro no me hace nada, salvo que me lo arrojes en la cara”.  Esos son los anti-lectores: una punta de ignorantes. Los libros inciden en el comportamiento humano más de los que muchos pueden imaginar.

De acuerdo con la encuesta Religion and Atheism Index, el 57% de la población en el mundo es creyente de alguna religión; pues bien, al menos las tres religiones más importantes se basan en un libro. Esos libros religiosos cuentan historias cosmogónicas, fábulas ejemplificadoras y poemas estimulantes; cuando no ofrecen consejos, legislan la vida pública y privada, entre otras cosas. El 57% de la población mundial debería ser atenta masa lectora y paladines del libro, porque al menos en uno de ellos ha encontrado que no se puede ser solamente humano, sino que es mejor convertirse en humano lector.

El problema es que hay cristianos que nunca han leído la Biblia y musulmanes que leen exclusivamente el Corán. Los judíos tal vez se salven de estas generalizaciones imprudentes. El punto al que quiero llegar es que la religión demuestra el deseo que tiene la humanidad para dejarse embelesar por las palabras: creerlas, malinterpretarlas, hacerlas ley, desafiarlas, profanarlas…

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La lectura no es, entonces, una actividad que paraliza y hace pasar el tiempo tediosamente; todo lo contrario: pone al lector en movimiento y al tiempo de cabeza. Vuelvo a citar a David Toscana: “creen en la novelas de la Biblia, en resucitados, ángeles, botes que cargan con toda la fauna, infierno y paraíso, el sol que se detiene, serpientes parlanchinas y marranos que se lanzan por un barranco, ángeles, demonios, crucificados y tantas cosas que nadie ha visto ni verá más que a través de las palabras; entonces no me explico […] por qué piensan que hay un abismo entre la vida y el papel”. Creer o no creer en lo que cuenta un libro es un falso dilema, toda composición literaria y todo ejercicio de escritura conlleva un engaño al lector. Es un engañar para cautivar.

No hay tal abismo entre la vida y el papel: hay un puente.

Pobre del anti-lector que se priva de una buena lectura. Nunca sabrá en qué momento le pudo haber sido útil hojear el Quijote. Va a ignorar por toda la eternidad lo que es la prosa de Dostoievski. Se marchitará sin haberle encontrado sentido a las novelas de Joyce. A lo mejor no se perdió de mucho: una montaña de best-sellers policiacos y una carreta de libros de auto superación. Quizá pudo descubrir a García Márquez y ponerlo a dialogar con Paulo Coelho. Sus neuronas pudieron haber hecho millones de sinapsis más tan solo con revisar cualquier novela de Del Paso. Pudo presumir de leer a Isabel Allende aunque sus neuronas murieran peor que si hubiera consumido la droga más poderosa. ¿Acaso un cuento de Borges le habría hecho reflexionar o uno de Stephen King hacer que se emocione? ¿Cómo saberlo? Nunca le dio importancia a la lectura.

El anti-lector se parece a un anti-matemático: “¿para qué me han de servir las ecuaciones?”; y se asemeja a un anti-historiador: “¿para qué recordar cosas del pasado?”.

El anti-lector es, ante todo, un ser pragmático y tal como menciona Toscana en su novela, si un libro no le causa un efecto inmediato, no sirve. Para este siglo de premuras, la gran desventaja de la lectura es que sus efectos no son inmediatos y regularmente no se visibilizan externamente.

Un buen lector, al terminar un libro, suspira hondamente. Nadie sospecha, ni siquiera ese lector, las revoluciones que empiezan a gestarse en su interior. No son pocos los científicos que eligieron esa profesión por lecturas tempranas de ciencia ficción. Y qué sería de la juventud sin lecturas precoces de Nietzsche o Camus. Me imagino que los pornógrafos se iniciaron por el Marqués de Sade u otra lectura erótica. De nuevo, es algo que no sé con certeza, pero claramente los libros no entran por un ojo y salen por el otro. Siempre dejan algo en el lector: una palabra nueva, información desconocida, un modo nuevo de ver lo cotidiano, un concepto rimbombante, una idea descabellada, un cliché, un razonamiento que desafía el sentido común, un prejuicio, un estereotipo…

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El lector mete la nariz en su libro: el libro mete la nariz en su lector. Los habitantes del siglo XIX lo fueron en la medida que leyeron a Freud, Darwin, Marx, Dickens, Stevenson y otros. El pensamiento y la imaginación de ese tiempo fueron labrados por libros que sacudieron bases dogmáticas y despejaron la ceguera del mundo en que vivían. Esos libros eran la continuación de una larga tradición literaria y filosófica en la que se vertía conocimiento y especulaciones, argumentos y contraargumentos, dimes y diretes: la esencia humana a fin de cuentas. ¿Qué tipo de habitantes tiene el siglo XXI si la lectura es desdeñada a menos que se limite a 140 caracteres o sean frases motivacionales debajo de una foto con muchos filtros?

Hoy más que nunca hace falta una misión evangelizadora de la lectura. Llevar libros donde los anti-lectores pululan. Lo dice bien David Toscana en su novela: “así como el agua hace más falta en el desierto y la medicina en la enfermedad, los libros son indispensables donde nadie lee”. México lo necesita en toda su vastedad territorial: allí donde los pobres no pueden comprar bellísimos, placenterísimos y carísimos libros; así como donde se pudren los ricos y corruptos en casas blancas que valen millones pero no tienen bibliotecas, o si las tienen son ornamentales. Y si ya hay libros, pues a desempolvarlos y promocionarlos: la lectura con seducción entra. Y si ya hay lectores, pues a despertarlos, no necesitamos ratas de biblioteca ni tímidos tras los libros; se necesitan —urgen— escandalosos y parlanchines promotores de lectura.

Uno nunca sabe si recomendando a Julio Verne alguien quiera dar la vuelta al mundo en ochenta días. O si recomendar el Popol Vuh alguien manifieste interés por la cultura maya. A lo mejor leer a Juan Rulfo alguna vez nos salve la vida. Yo tengo una frase que pienso soltar el día que me tope con un ave de mal agüero: “¡Diles que no me maten!” Con suerte tenga más posibilidades de sobrevivir que el protagonista de ese cuento. Peor que un anti-lector: ser un lector muerto.

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