Nos han dado el Vogue

Por Yobaín Vázquez Bailón

Fotografías de Sstefania Rivadeneyra 

Por mucho tiempo, incluso más del debido, el baile vogue estuvo oculto entre unos cuantos iniciados. No era un ritmo que pudiera exhibirse en los salones de baile como la salsa, o que ocupara lugares públicos como el danzón.

El vogue nació como tal en los años 80 en las zonas marginadas de Nueva York, en improvisados eventos, ocultos, al borde casi de la ilegalidad. El baile exigía compartir elementos muy específicos: ser parte de la cultura queer por sobre todas las cosas; haber nacido negro y latino de preferencia, o blancos pero dentro de la cultura del gueto; y lo más importante, mover los brazos y piernas de una forma extravagante, como de pose ante una cámara.

El vogue es esencialmente la búsqueda de poses estilizadas y geométricas basadas en fotos de revistas (el nombre proviene de la mítica Vogue), pero también en figuras egipcias y movimientos de artes marciales. Se pretende simetría en el uso de manos y brazos y se realizan figuras en el suelo, giros y piruetas. Mucha de la cadencia de este baile proviene de la jotería, pide casi como sacrificio abandonar todo rastro de heteronormatividad. Jotear no es tan fácil en el vogue, existe una línea muy frágil entre el movimiento coordinado y el espasmo chusco: hay que saber medir la pose adecuada en el momento adecuado.

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Nadie pensó hasta dónde llegaría la influencia de este baile. Madonna lo elevó a categoría pop con una canción y coreografía inspirada en esta cultura under. De ahí se expandió a todo el mundo, porque no era exclusivo de grupos de bailarines profesionales, sino por gente que representaba a una casa: los Ninja, los Extravaganzza, los Yves Saint Laurent. Peleaban a muerte por lucir pasos novedosos a cambio de nada, salvo el reconocimiento y el respeto de drags, gays, trans y otras identidades sexuales. Ser legendaria era el sueño de todo voguero. De modo que esos sueños, esos movimientos, aquel léxico propio y las reglas desembarcaron en México.

De fuera vino la cumbia, el cha cha chá y el break dance. El pueblo estaba expectante a esas nuevas formas de moverse. Aquellos bailes aparecieron en cine y televisión, los estudiaron académicos, gozaron de popularidad. Pero el vogue hizo su aparición allí donde siempre se ha sentido a gusto, donde se juntan los rechazados a liberar sudor y energía. El vogue vio la luz en la Puri, bar de la ciudad de México al que su fama le precede por estar alejada del glamour y las buenas conciencias. Y se formaron las casas autóctonas como Drag, Machos y Apocalipstick y se pusieron a competir y como vieron que aquello era bueno, compartieron su baile con otras provincias.

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El vogue puso su mirada en Mérida. Debió darse cuenta que la jarana es un baile demasiado estático. Urgía un cambio de ritmo, nuevas formas de movimientos que no se limitaran a un almud y alpargatas. Desde el cielo una hermosa mañana, el vogue hizo su aparición en Tapanco/La Casa de Ágata a los más pequeños de sus hijos: House of Ágata, House of Maleanta (con Dodi representándose a sí misma), las Voguerexicas y otros asociados, hace ocho años ya. Ellas nos han dado el vogue.

Las noches ball son fiestas para celebrar la jotería. Allí se conjugan dos elementos característicos del vogue: el baile y la pasarela. Nany Guerrerx de House of Apocalipstick y otros secuaces, lo introdujeron a la escena vogue de Mérida con el Cabaret Ball. El evento se armó en Tapanco y ahí lo tienen: un escenario de teatro en el que se aglutinan más de ochenta personas. Hacen un círculo para que, en medio, dos chicos con vestidos y maquillaje realicen un performance. Parece que su función principal es cachondearse entre sí y esporádicamente coquetear a los que están más cerca. Saben intimidar más de lo que saben pronunciar sus diálogos en inglés. Y se menean y hablan quedito, sin asco las comadres. Cuando ya no pueden tensar más el erotismo de sus miradas, se van y por donde pasan los recibe un aplauso, un pensamiento lascivo. Si Laura León los hubiera visto, no le quedaría más remedio que gritar: ¡cochinas! 37855347_1913007872330098_8940310645253865472_o

Después vinieron dos cabareteras. Una era mujer cis, diríase entre las abuelas: mujer natural o biológica. La otra era un desafío del género: tosca, de movimientos ambiguos y rostro que podría ser de varón si no lo delineara el maquillaje. Hicieron algo así como un baile interpretativo. La narrativa de sus cuerpos era más importante que el ritmo. Eran prodigiosas para enseñar los calzones. No había más que audacia en su coreografía: se azotaban contra el piso por amor a ceder a la gravedad. Ellas vendían un espectáculo que no sería admitido jamás en Moulin Rouge o Las Vegas. Pero qué importa. A todos dejaron im-pac-ta-das. Ya es ganancia.

Entonces se oye la voz de Nany, la maestra de ceremonias. Pide que se forme una línea recta que haga de pasarela. La jurado de esta noche es Lore UBetta, voguera invitada de la ciudad de México por su amplia trayectoria en ser bailarina e inventada, dueña y ama de House of UBetta. Ella decidirá el desempeño de los bailarines. Nany advierte al público que le mejor forma de celebrar no es con el aplauso, sino levantando un brazo y tronar los dedos. También se puede usar el argot: yaas mama, yaas kween, qué perra qué perra mi amiga qué perra.

Por fin inicia el desfile de categorías. Se le llama categoría a la confección de un vestuario temático, modelarlo, vivirlo, venderlo como si fuera verídico. Las categorías siempre formaron parte de la cultura vogue, servían como instantes de realización personal. La comunidad LGBTTTI se inventaba sus propios desfiles de moda a consecuencia de la marginación. Podían crear vestidos de basura y lucirlos como si fueran de marca. Por eso se dice que en el vogue nadie quiere ser una diva: se es una diva desde el momento en que pisan la pasarela. Las categorías no sólo son para verse bonitas. Hay las que exigen un esfuerzo, ser o parecer lo más posible a un militar, a un ejecutivo, un estudiante, y todos esos ámbitos sociales y culturales en los que un negro, un latino y un homosexual de los años noventa estaba excluido.

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Esta noche la categoría más llamativa es la de gánster. ¿Quién se imagina a estos personajes en la ciudad blanca? Mejor aún, ¿quién se imagina a estos personajes interpretados por mujeres y gays? Los gánster no son más que otra variación de la masculinidad tóxica, pero aquí se le deconstruye con ironía y prendas feminizadas. Un voguero va de traje rosa, otra usa un traje blanco con detalles bordados de rojo y otro más parece venido del espacio. El que Lore UBetta escogió como ganador sacaba la cadera y realizaba movimientos hiper femeninos, incluso al momento de sacar la pistola (no es albur), todo ello le dio un toque extravagante a su figura gansteril.

Una de las más bellas expresiones de esa noche fue cuando se apagó la música un momento y Nany Guerrerx comentó: “es Dios diciéndonos que es demasiada putería”. Pero después regresó la música y afirmó: “¡pero nunca es demasiada putería!”. Es cierto, el vogue tiene una técnica, pero también se vale de revelaciones: desnudarse parcialmente, aventar billetes falsos, sacar perlas del calzón, quitarse un traje de payaso y mostrar que debajo tiene un vestido de can can, quitarse una boina y dejar caer pétalos de rosa. Todo eso pasó y más: una ronda de hands performance. Los participantes vestidos de mimos —o lo que interpretaban como mimos— bailaron sentados moviendo principalmente las manos. Una noche ball nunca para en ocurrencias.

Todo baile es un sistema que representa al mundo conocido. No es lo mismo un zapateado veracruzano que un zapateado de tap. Comunican distintas cosas de acuerdo a una cultura recibida. Lo sorprendente del vogue es que su mensaje se hace extensible a los marginados, sin importar sitio geográfico. De alguna manera sirve para reforzar sentimientos comunitarios en la población LGBTTTI, digamos que es su baile folklórico. También sirve para liberar conflictos o tensiones dentro de la propia comunidad: el vogue es una batalla escénica y fomenta rivalidades creativas. Este baile se hubiera quedado estancado si no existiera las constantes ganas de superar los pasos de la que se cree la más y la muy muy.

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El que baila vogue es porque lo siente, no por ser un bailarín profesional. Al parecer, las academias de danza todavía no se lo ha apropiado. Lo que no se puede negar es que cada vez tiene mayor impacto en la cultura mainstream. Existen torneos internacionales de vogue, empieza a ser visto menos en documentales como Paris is burning y más como entretenimiento de reality shows como RuPaul Drag Race. El tiempo dirá si el vogue se encumbra como un baile inmortal o pasa a ser una moda como el tektonik.

Pocos bailes pueden ser a un mismo tiempo divertidos y tener un discurso político intenso. Piensen, por ejemplo, en la quebradita: muy espectacular y todo pero, ¿sus complicados y mortíferos pasos contienen alguna exigencia social? El vogue tiene como agenda política difuminar el género. El hecho simple de realizar movimientos femeninos es ya una victoria contra la rigidez del cuerpo y las ataduras de la heteronorma. Voguear es suspender el miedo al qué dirán, porque en ese instante, el qué dirán sólo puede ser una cosa: mírala, qué perrísima baila.

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