Niños del metro: El niño que regresa tarde a casa

Por Yobaín Vázquez Bailón

Ilustración: Luis Cruces Gómez

Aunque originalmente el Día Universal de Niños y Niñas se celebra el 20 de noviembre, en México se conmemora cada 30 de abril. Es un sector de la población, que como todos, se encuentra en diversas condiciones. De acuerdo con la Unicef, de los casi 40 millones de niños, niñas y adolescentes, más de la mitad se encuentran en situación de pobreza. Romantizar esta edad no nos ha servido de mucho para el avance del respeto a sus derechos. Yobaín Vázquez Bailón propone una trilogía de Niños en el Metro, que son tres estampas de niños, niñas y un adolescente en el metro de la Ciudad de México. Acá la segunda:

Lee la primera aquí.

Manos nineo

Estoy observando las manchas en sus manos, es pintura verde descolorida. Se ve que las trató de quitar con thiner, pero el color se arraigó fuertemente a su piel. Sus manos morenas tienen resequedad y uñas carcomidas. Es un trabajador a sus catorce años, tal vez pinte casas o autos, o es de aquellos que ponen señales de paso al peatón.

La condición de este niño que trabaja es como la de 2.5 millones de niñas, niños y adolescentes en el país, según el informe Los derechos de la infancia y la adolescencia en México de la UNICEF. El trabajo infantil no se ha erradicado pese a que México ratificó el Convenio 182 para su prohibición y eliminación; y el Convenio 138 que garantiza que un menor de quince años no trabaje.

Estoy observando el perfil delicado del niño, es casi femenino. Cuando sonríe —suele hacerlo mientras conversa— se le notan unos dientes chiquitos, algunos superpuestos a otros. Es una cara inocente porque no tiene huellas que lo endurezcan o describa un dolor remoto, de esos que moldean rasgos de angustia. Pese a ser más de las 11 de la noche, tampoco se le nota cansado o de malhumor. Eso debe considerarse una proeza o una virtud, porque dentro del vagón todos plantamos jetas, todos disimulamos el miedo a ser asaltados. El niño no.

Lo acompañan dos hombres. Uno podría ser su hermano, alto y flaco, de algunos veintitantos años. El otro podría ser su padre, la misma complexión, pero con bigote y el rostro ajado. Se sientan con holgura y también tienen manchas en las manos. Hablan pero su plática parece no ir más allá de los rigores de la chamba.

Los trabajos manuales, los considerados para hombres rudos, no están hechos para alguien como ese niño. ¿Qué hace allí con esos que lo acompañan? ¿Por qué a pesar de ser mayores que él entablan una conversación al tú por tú? Más allá de una posible relación familiar, se tienen respeto. Es una camaradería ancestral para resistir en un medio salvaje y cargado de testosterona.

No es raro que adultos lleven a sus hijos u otros familiares menores de edad a sus trabajos. Juan Martín Pérez, director ejecutivo de la Red por los Derechos de la Infancia (REDIM), explica el fenómeno de los llamados “niños acompañantes” en el periódico Más por Más: “trabajan ayudando en un negocio familiar, pero son parte de la actividad económica del lugar porque cubren una tarea que alguien tiene que hacer. Por ejemplo, sacar botes, levantar, cargar o llevar algo son actividades subsidiadas por un recurso humano que en este caso es un niño”.

De allí que estos niños les toque madurar más rápido. Lo curioso de este que va en el Metro es su talento de permanecer en un mundo de hombres con el rostro de niño. Pero sólo el rostro. En un intento por deslindarse de su niñez, se ha puesto una arracada en una oreja y un arete en la otra. El resultado es simpático porque en vez de incrementar una imagen híper masculina, le acrecienta el lado femenino. Lo observo para cerciorarme si no será una de esas mujeres que se travisten para meterse en “trabajos de hombres” y no ser acosadas. Pero no, su voz lo delata, ese tono agudito con gallos lo declaran púber a punto de mutar en varón de voz profunda.

En pocos años, dos a lo mucho, ese niño se pondrá su primer tatuaje para resaltar algún símbolo y tener mayor protección. El que podría ser su hermano tiene todo el brazo con tinta, impone cuidado de solo mirarlo. El niño también querrá dejarse la barba en un intento de lucir mayor o usar un corte de pelo a rape. De momento, su rudeza no alcanza para tanto, apenas disimula su falta de corpulencia con un suéter Adidas, seguramente clon. En algún momento dejará de tener pinta de inocente. Algún día su rostro habrá de tener cuarteaduras y lentamente se llenará de arrugas.

O quizá sea muy apresurado trazarle un destino en el que su niñez deba ser sacrificada. La idea común es que en los trabajos pesados la inocencia es desdeñada y cualquier rasgo femenino es blanco para burlas y acoso.

Muy pocos niños trabajadores parecen niños. Casi siempre se les notan fauces, arrugas en la nariz, poses de macho. No se les ve inocencia sino madurez apresurada. Hay niños que parecen que van a golpear al primero que los mire fijamente, con voces de cuarenta años y miradas que se igualan a la de los viejos. ¿Entonces? ¿Qué criatura se subió al Metro acompañado de dos hombres? No ha de ser adulto ni ha de ser niño. Es algo aparte, una especie de la que sólo se sabe que regresa muy tarde a casa y con las manos manchadas de pintura.

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