Histéricas ficciones históricas

Por Yobaín Vázquez Bailón

Texto publicado en la primera edición de la revista Memorias de nómada diciembre 2015-enero 2016

Existió en el Palermo del siglo XVIII un hombre llamado fray Giuseppe Vella, entendido en idioma árabe y con una gran visión de lo que el hombre puede hacer con su ingenio. Su gran logro fue renegar deliberadamente de la realidad y decretarlo en un pensamiento lúcido y por demás mañoso: “¡Ah, no! ¡Las cosas no son tales como son!” En ese preciso momento, fraguó un embuste histórico que le acarrearía fama y reconocimiento en la Europa ilustrada. Esto es lo que nos cuenta Leonardo Sciascia en su novela El consejo de Egipto. Por desgracia, la existencia del fray es producto de la imaginación literaria y sus artimañas son apenas una metáfora de que la ficción es la mejor arma y defensa contra la realidad.

La impostura del abate Vella consistió en hacer pasar un corriente códice árabe sobre la vida de Mahoma como si fuera un texto histórico llamado “El consejo de Sicilia”, redactado supuestamente por los musulmanes en su estadía en tierras italianas. El fray aparenta traducir, pero en realidad compone de la nada un texto verosímil que llega a engañar a doctos y nobles. Por tal éxito, el fray llevará hasta las últimas consecuencias su embuste. Revelará que además de “El consejo de Sicilia” ha descubierto un documento aún más importante: “El consejo de Egipto”.

El abate Vella tratará de contrarrestar con ese documento el poder que la clase noble de Sicilia le ha arrebatado a la Corona, pues “El consejo de Egipto”, según se sabe, revelaría que todas las posesiones de los barones fueron adquiridas sin ningún sustento legal. Por ello, los nobles agasajan al fray con dinero, elogios y deferencias, con la intensión de que sus antepasados queden bien librados en la traducción del códice. El abate Vella se encargará de repartir glorias y cargos importantes, pero sin hacerlos dueños de las tierras y feudos que ostentan como suyos. “El consejo de Egipto” resulta ser una célebre y soberbia ficción en la que participan todos, desde los que creen en la impostura del fray y las fuerzas contrarias que intentan desacreditarlo.

Tal vez fray Giuseppe Vella nunca haya existido, pero todo él representa la materia de la que está hecha la humanidad: de ambiciones y aciertos, pero sobre todo de la capacidad para distorsionar lo que creemos verdadero y ofrecer nuevas posibilidades en un mundo supuestamente inmutable. En resumidas cuentas, que en distintos grados y niveles, todos llevamos dentro un ficcionador. Quizá lo que este personaje deja al desnudo con mayor acierto es que todos podemos caer ante una mínima mentira. Que si bien somos ficcionadores natos, también somos creyentes irredentos.

Nadie puede negar que la ficción es una fe ciega de que todo puede ser revocado y cambiado. En un reduccionismo eficaz, la ficción también es la confianza plena en la palabra escrita: queremos y nos gusta ser engañados con el artificio literario. Pero esto sobrepasa la literatura, la ficción no se queda en los bordes de una novela o un cuento. La historia, por ejemplo, está plagada con mentiras piadosas o intencionadas, discursos o narrativas que tienen el propósito de suplantar certezas o eventos factuales. Por ello, las ficciones son absolutas cuando logran un efecto sobre la realidad y se infiltran en los libros de historia.

Quienes han entendido —y son muy pocos los bribones como el abate Vella— el poder de una ficción bien ejecutada, han cambiado la faz de la tierra. Para ello les ha sido necesario conocer a profundidad la humanidad: qué la aqueja, qué ilusiones tiene, cuál es su corrupción y qué la redime. Además de poseer una viva imaginación y la habilidad de convencimiento. Así pues, la ficción no sólo embelesa, sino que puede ser instrumento de agencia, gobernanza y carrera armamentística.

Basta recordar algunos ejemplos para demostrar que una ficción socializada puede legitimar las tragedias más horripilantes o darle sustento a las imaginaciones más descabelladas. En algún momento de la historia se creyó que en el recién descubierto continente americano habitaban sirenas, amazonas y hombres mono. La ficción del hombre africano como un ser bárbaro y sin alma permitió su esclavitud y matanza. La estafa de que unos cuantos se consideraran “la raza perfecta” logró enloquecer a toda la sociedad alemana de los años cuarenta. Los paranoicos informes de armas de destrucción masiva en un país árabe fue motivo suficiente para lanzar un ejército poderoso a una nación empobrecida… Y así por el estilo.

Las ficciones son parte de nuestra historia e histeria colectiva. ¿Qué tan dispuestos estamos a admitirlo? Leonardo Sciascia nos deja una lección fundamental en su novela: “Si en Sicilia la cultura no fuese, de modo más o menos consciente, una impostura, si no fuera instrumento en manos del poder de los barones, y por lo tanto, mera ficción, continua ficción y falsificación de la realidad, de la historia […] la aventura del abate Vella habría sido imposible”. En efecto, la ficción generalmente es suplantada por otra y sólo puede ser combatida con ella.

El único riesgo de vivir en constantes ficciones es no tener la capacidad de distinguir el engaño y pensar que no hay ficción más bella y verdadera que la que nosotros fabricamos. De ello se sirven los barones del siglo XXI, los políticos, para continuar con la falsificación de la realidad. Cuánta falta nos hacen abates Vella para hacerlos temblar.

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